Palabras íntimas y sagradas

La obra maestra de Friel regresa a Barcelona en el maravilloso montaje 'Dansa d’agost', de Ferran Utzet. El espectáculo cuenta con un soberbio reparto

Imagen promocional de 'Dansa d'agost'.DAVID RUANO

En otoño del 91 mi mujer y yo vimos en Londres Dancing at Lughnasa de Brian Friel, no recuerdo si en el Garrick o el Phoenix. A la vuelta le dije a Anna Lizarán: “Hay una función preciosa que deberíais montar en el Lliure”. Y la montaron dos años más tarde, dirigida por Pere Planella, con un enorme éxito: Dansa d’agost. Han pasado veinticinco años. Estamos en el Teatre de la Biblioteca de Catalunya, la cripta de Oriol Broggi y La Perla 29. Esta noche, Ferran Utzet y su fantástica compañía nos traen de nuevo la obra: nueva generación, nuevos rostros para la eterna historia. “C...

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En otoño del 91 mi mujer y yo vimos en Londres Dancing at Lughnasa de Brian Friel, no recuerdo si en el Garrick o el Phoenix. A la vuelta le dije a Anna Lizarán: “Hay una función preciosa que deberíais montar en el Lliure”. Y la montaron dos años más tarde, dirigida por Pere Planella, con un enorme éxito: Dansa d’agost. Han pasado veinticinco años. Estamos en el Teatre de la Biblioteca de Catalunya, la cripta de Oriol Broggi y La Perla 29. Esta noche, Ferran Utzet y su fantástica compañía nos traen de nuevo la obra: nueva generación, nuevos rostros para la eterna historia. “Cuando vuelvo la vista hacia aquel verano de 1936 me vienen a la memoria tantos recuerdos…”. Escucho esa primera frase y se me saltan las lágrimas. Lágrimas como garbanzos, que diría un flamenco. Vuelve a pasarme, y me pasa con poquísimas obras. Y lloro una y otra vez durante el espectáculo. Lágrimas de emoción por la belleza y el dolor de las vidas de las hermanas Mundy.

Como Lewis Carroll, Brian Friel trata de imaginar la luz de una vela cuando se ha apagado. Michael, el narrador, rememora aquel verano del 36 en la casa de Ballybeg, en el condado de Donegal. Aquel verano que parecía invencible y en el que todo cambió de repente y para siempre. Aquel verano compraron la radio, y el padre Jack volvió de Uganda, y reapareció Gerry Evans, el hombre que bailaba y robaba los corazones, y también pasaron cosas terribles. Dancing at Lughnasa es para mí la obra maestra de Brian Friel. Qué bien compuesta y pautada, qué bien observados y escuchados sus personajes, y con que calma y qué sutileza, de gran novela del diecinueve, vamos sabiendo todo de ellos. Qué espléndida mezcla entre peso católico y ligereza pagana: los ritos célticos de la Lughnasa (la cosecha: viene de Lugh, el dios de la fertilidad) y la alegre brisa de África. Y la sensacional eficacia de su estructura, a la manera de El tiempo y los Conway: desde el futuro, Michael nos anticipa lo que pasará, lo que pasó. Nada más terrible, nada más conmovedor que ver en su plenitud a una familia que va a desmembrarse. Se me saltan las lágrimas porque esas cinco mujeres fuertes, unidas, luchando para salir de la pobreza, son nuestras madres, nuestras tías, nuestras abuelas. Le dije a Alfredo Sanzol: “Ballybeg limita al norte con Quintanavides. Y al sur con Cistierna, al este con Capellades, al oeste con Tavèrnoles”.

Escucho la primera frase y se me saltan las lágrimas. Me pasa con poquísimas obras. Y lloro una y otra vez a lo largo del montaje

Ferran Utzet cierra con Dansa d’agost su “trilogía irlandesa”, que empezó en 2011 con The Weir, de Conor McPherson y siguió en 2014 con Translations, otra de las piezas capitales de Friel. Utzet, gran director de nueva hornada, trabaja a la antigua: traduce los textos, elige sabiamente los repartos y cocina poco a poco los montajes. No es de extrañar, pues, que los resultados sean estupendos. Sebastià Brosa y Elisenda Pérez han levantado un espacio sencillo, naturalista: una cocina rural irlandesa de los años treinta, con jardín frontero. El público se sienta a ambos lados, en gradas. Albert Triola es Michael, el hijo de Chris, la pequeña de las Mundy. Un “hijo del amor”, como dice el tío Jack. Un niño sin padre, arropado por las cinco hermanas. No es fácil interpretar a un niño. Y Triola lo consigue: tiene en sus ojos el brillo maravillado de la infancia y la mirada doliente del adulto que vuelve a la casa derruida. Veo a Michael y a la tía Maggie y pienso en el pequeño Truman Capote y la tía Sook Faulk de Recuerdo navideño, de El invitado del día de acción de gracias. Marta Marco presta a Maggie su fuerza, su alegría constante. Y viceversa.

Mónica López es Kate, la cabeza de familia, la que trae el pan a la casa. La maestra en la escuela parroquial. Católica, estricta. Aparenta más edad de la que tiene. Acabará comprendiendo que hay otros dioses no censados en su santoral, y que un misionero helado de frío puede ser su emisario. Enorme momento de Mónica López: cuando, tras toda la resistencia del mundo, se aleja hacia el jardín y rompe a gritar y a bailar como si quisiera remontar un río. La escena del baile colectivo, explosivo, liberador, feliz y a la vez tristísimo, es una de las grandes escenas de la función.

Chris es Carlota Olcina, una actriz que me deslumbró en el Panorama desde el puente del TNC, y luego en la Oleanna de Mamet, en el Romea: hay que verla aquí temblando de amor por Gerry Evans. Gerry es Òscar Muñoz, que dibuja todas las capas de su personaje. El vagabundo seductor, el hombre que no puede echar raíces. El cuentista, el charlatán que se alistará, rumbo a Barcelona, en las Brigadas Internacionales: “Dale a Gerry Evans una gran causa y no te fallará: es en el día a día cuando no tiene éxito”, dice, con una sonrisa triste y lúcida.

Nora Navas es la silenciosa Agnes, la protectora de Rose. Cada vez que la miraba veía sus ojos que no perdían comba, atenta a todo, siempre conectada, siempre mostrando sus sentimientos secretos: otro portento. Màrcia Cisteró es Rose, la dulce Rose, la retrasada Rose, la angélica Rose. El personaje que más me parte el alma, porque es el más inocente. Impresionante cuando vuelve de las colinas de Lough Anna y no quiere contarle a nadie lo que ha pasado. ¡Y cómo Marta Marco es la primera en darse cuenta, en silencio! Eso no está en el texto. Ese gran voltaje de tragedia es trabajo del director y de las actrices. El silencio que se crea en la escena y sube por la grada como un agua lenta y empapa al público.

El tío Jack es el formidable Ramon Vila. Le miro y en su Jack veo a un mago, primero caído, luego recuperando sus antiguos poderes. Veo su rostro, iluminado, realmente iluminado por los recuerdos de África. Y su andar exultante en la ceremonia del intercambio de sombreros, mucho más poderosa de lo que parece a simple vista. Lástima que no haya sombreros para todas las hermanas. Pero hay música. Ferran Utzet remata la función a lo grande, con una maravillosa coreografía que enlaza los mejores recuerdos de Michael, y que John Ford hubiera admirado. Dice Michael: “Bailan con los ojos entrecerrados porque abrirlos desharía la magia… bailan como si el secreto más sagrado de la existencia, todas las esperanzas que en ella depositamos, estuviera en esos movimientos hipnóticos y silenciosos… como si la música fuera una forma de hablar, de susurrarse palabras íntimas y sagradas…”. Gracias, gracias, gracias.

Dansa d’agost, de Brian Friel. Dirección: Ferran Utzet. Intérpretes: Albert Triola y Mónica López encabezan el reparto. Teatre de la Biblioteca de Catalunya. Barcelona. Hasta el 1 de mayo.

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