Opinión

'Black Mirror'

Al entusiasmo casi general en torno a la serie británica Black Mirror, que emite TNT, se añade que no estamos sobrados de elementos que sacudan la parrilla, pero quizá lo mejor de la propuesta capitaneada por Charlie Brooker es su formato. Frente al negocio de exprimir episodios donde ya no hay jugo, ofrecer tres únicas entregas independientes escapa a la imposición de las cadenas. Brooker es un personaje curioso, que escribe en The Guardian sobre televisión sin renunciar a hacerla cu...

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Al entusiasmo casi general en torno a la serie británica Black Mirror, que emite TNT, se añade que no estamos sobrados de elementos que sacudan la parrilla, pero quizá lo mejor de la propuesta capitaneada por Charlie Brooker es su formato. Frente al negocio de exprimir episodios donde ya no hay jugo, ofrecer tres únicas entregas independientes escapa a la imposición de las cadenas. Brooker es un personaje curioso, que escribe en The Guardian sobre televisión sin renunciar a hacerla cuando le dejan, colocándose a ambos lados del espejo, observador y observado. En plena campaña presidencial de George W. Bush, terminó un artículo con la frase: "Harvey Oswald, Hinckley, Wilkes Booth, ¿dónde estáis ahora que se os necesita?". Tuvo que pedir disculpas públicas, pero alimentó su pose lenguaraz.

Me gustó más de lo que gustó en Reino Unido su exploración de la influencia del medio en la sociedad, las seis entregas para la BBC de Cómo la TV arruinó tu vida. De hecho, Black Mirror no deja de ser un comentario sobre las nuevas tecnologías de la comunicación, en lo que tienen de aterradores amenazas orwellianas. Convertidos en nuestros propios vigilantes, empeñados como estamos en ser los Grandes Hermanos de nosotros mismos, el segundo y tercer episodio de Black Mirror retratan una sociedad de presos frente a la pantalla. Dependientes de la tecnología para el recuerdo y el olvido, no queda lugar del que puedas escapar del fraudulento concurso de talentos o de la dictadura de la propia filmación de tu existencia.

En cierto modo sus pesadillas tecnificadas tienen algo de aquel episodio del genial Chico Ibáñez Serrador protagonizado por su padre, El televisor (1974), que tanto nos fascinó de niños. La genial idea de partida del primer episodio de Black Mirror, donde el Primer Ministro es urgido a fornicar con un cerdo por televisión si quiere salvar la vida de la princesa real secuestrada, ejemplifica sus problemas. El desarrollo se queda por debajo de la propuesta, incapaz de ir más lejos de la brillantez inicial, abonado a una idea crepuscular y deprimente, pero que no vuela más allá de los arquetipos. Estimulante, pero más en su promesa que en la consecución, la serie da para discutir, gloria bendita en días de unanimidad.

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