Huelga

Últimamente las huelgas generales en España parece que exigieran un juicio absoluto. Ni los resultados de las elecciones ni tampoco los derechos de los trabajadores pasan examen de reválida. Pero en una sociedad que se mide en competiciones, todo el mundo anda empeñado en ganar las huelgas como si fueran una final de fútbol. Ya en otros tiempos esta obsesión llevó a periodistas a juicio, más grave aún, a perder el juicio. La huelga no representa tanto a los trabajadores como al estado de ánimo general. Para empezar tenemos tantos parados que casi lo que hay es una huelga diaria.

Hace po...

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Últimamente las huelgas generales en España parece que exigieran un juicio absoluto. Ni los resultados de las elecciones ni tampoco los derechos de los trabajadores pasan examen de reválida. Pero en una sociedad que se mide en competiciones, todo el mundo anda empeñado en ganar las huelgas como si fueran una final de fútbol. Ya en otros tiempos esta obsesión llevó a periodistas a juicio, más grave aún, a perder el juicio. La huelga no representa tanto a los trabajadores como al estado de ánimo general. Para empezar tenemos tantos parados que casi lo que hay es una huelga diaria.

Hace poco, en un restaurante familiar en el sur de Italia, mientras comía en la terraza, apareció un perro abandonado. El cariño con el que el dueño y los empleados lo trataron me devolvió la conciencia sobre la capacidad de las personas para resolver los trances difíciles. Esa vieja Italia, representada para mí en esos humildes personajes que discutían si era mejor ponerle agua al perro perdido o darle algo de comer, representaban la Europa solidaria, tan lejana a la sobrevenida psicosis de rigor que ventilan sus dirigentes. En el libro de Edoardo Nesi, Historia de mi gente, se retrata también la pérdida del oficio de los empresarios textiles, sumidos en una crisis criminal por culpa de la guerra de precios y la invasión de productos piratas de China.

La avidez con la que se abrazaron la rebaja de costes y la deslocalización ha sido una de las experiencias más brutales de cómo un continente puede convertirse a sí mismo en un perro abandonado. En las escenas finales del libro, más evocativo que panfletario, ese empresario de estirpe familiar, que heredó el negocio de sus antepasados y lo vendió a tiempo convencido de que la insolidaridad de quienes querían multiplicar el beneficio a toda costa destrozaría la sociedad que los rodeaba, se funde con la huelga, en una enmienda al sistema, donde trabajadores y empresas pequeñas, familiares, dedicadas y esforzadas, han sido castigadas por igual. Hay algo ridículo en las peleas contables tras las movilizaciones, probablemente razones para la huelga las tenían casi todos, salvo ese tanto por ciento, pequeño pero exigente, que aún en la debacle, sigue multiplicando beneficios.

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