El polémico Toro de la Vega convertido en encierro ya no atrae a multitudes
Tordesillas acoge un festejo sin la muerte del morlaco en el campo y en el que no se hiere al animal, con menor afluencia de público que cuando se le alanceaba
Mirabajo mira arriba. Parece que le gusta Tordesillas (Valladolid). El Toro de la Vega pasea por la villa del Tratado mientras cientos de corredores lo azuzan para que tire hacia los pinares. Nada. Las pezuñas resbalan sobre el empedrado, cerca del lugar donde los Reyes Católicos firmaron el Tratado de Tordesillas con Portugal sobre el reparto de América en 1494. El morlaco trota indeciso hasta que llega al puente sobre el río Duero. Los participantes del encierro suspiran: primero se prohibió la muerte alanceado del protagonista, el año pasado ...
Mirabajo mira arriba. Parece que le gusta Tordesillas (Valladolid). El Toro de la Vega pasea por la villa del Tratado mientras cientos de corredores lo azuzan para que tire hacia los pinares. Nada. Las pezuñas resbalan sobre el empedrado, cerca del lugar donde los Reyes Católicos firmaron el Tratado de Tordesillas con Portugal sobre el reparto de América en 1494. El morlaco trota indeciso hasta que llega al puente sobre el río Duero. Los participantes del encierro suspiran: primero se prohibió la muerte alanceado del protagonista, el año pasado se impugnó el nuevo reglamento para clavarle unas divisas y este, con menos afluencia que bajo la tradición histórica, ni siquiera Mirabajo regala adrenalina. Hasta que, de forma repentina, el toro por fin hace gala de su nombre y dirige la mirada hacia abajo para embestir contra una talanquera. Se desata el caos: el toro se ha escapado y acaba corneando a un corredor, que, ensangrentado, es socorrido por unos mozos rumbo a la ambulancia. El Toro de la Vega vuelve a la senda y acaba anestesiado en la campiña. Ya no muere allí, sino en un matadero.
Los nostálgicos evocan esos años en Tordesillas cuando los caballistas perseguían al toro y lo herían con lanzas hasta que moría. Años en los que la sangrienta tradición reunía a 45.000 personas ―como ocurrió en 2005, según el Patronato Toro de la Vega―, muchos taurinos, en el pueblo de 8.500 habitantes. Un paisaje lejano para el público, que a pesar de que el festejo se ha convertido en un encierro, aún abarrota las calles este segundo martes de septiembre, aunque en menor proporción: este año han acudido 7.000, indica la subdelegación de Gobierno. El gentío se agolpa tras las protecciones con sus pañuelos rojos, traje blanco, vara y añoranza.
Pedro Lobato, de 63 años, lleva décadas acudiendo al municipio vallisoletano y piensa que en los últimos años las normativas autonómicas y las sentencias judiciales le han quitado la salsa a la cita. “Me parece fatal, pero nos acogemos a lo que hay, son tradiciones que no deberían perderse nunca y viene mucha menos gente que antes”, apunta. Javier, de 50 años y de la peña Infierno, se ha sentado sobre un bloque elevado para ver al astado: “Hemos perdido el aliciente, pero como tordesillanos lo vamos a defender, no digo que sea bueno o malo matarlo, pero se ha perdido. Aquí estamos muy orgullosos del Toro de la Vega”. Enrique Carnero, presidente del Patronato del Toro de la Vega, critica a esos “políticos cobardes” y la “censura cultural” cernida sobre la tauromaquia. Ni siquiera el Gobierno autonómico, del PP aliado con Vox, ha traído relajación sobre la legislación contra la muerte en público de los animales. En 2022 el Patronato acordó un “punto intermedio” para que los caballistas colocaran unas divisas, ancladas con garfios sobre la piel del rumiante. El ministerio de Derechos Sociales y el partido animalista PACMA reaccionaron y la medida se paralizó judicialmente.
Las advertencias de Carnero se cumplen: “Verás que solo es noticia este año si hay alguna cogida o algún problema”. Mirabajo cumple el gafe y tras 20 minutos de pachorra se excita al pisar arena y arremete contra una empalizada de madera, destrozándola y campando en una zona con coches aparcados. La gente huye y él acaba embistiendo a un corredor. Enseguida los compañeros lo llevan en volandas a la ambulancia. El hombre sufre “una buena cornada” según un testigo, sofocado tras cargar con él hasta los sanitarios. El afectado tiene la pierna y los zapatos teñidos de rojo y rápidamente le aplican un torniquete para detener la pérdida. “¡Ha sido una pasada cómo ha roto la talanquera!”, se asombra un espectador en lo alto de una valla, contemplando al morlaco merodear la campa antes de ser redirigido hacia los pinares. Allí, según confirma el narrador que va relatando los hechos a través de la megafonía, pronto será anestesiado como paso previo a ser fulminado en un matadero, muerte privada como alternativa al ajusticiamiento alanceado que recoge la tradición tordesillana.
Los ecos del festejo han llegado a Inglaterra. Simon Pears, de 68 años, lee los paneles sobre el Tratado de Tordesillas un rato antes de la suelta. “Me encantan los toros, la gente de fuera creen que estáis locos, pero es bonito e histórico”, comenta el inglés, primerizo en el torneo, pero conocedor de la ciudad y la zona porque su hijo juega al rugby en El Salvador vallisoletano.
Los debates y polémicas traen desazón a Laura M., de 20 años, y sus amigas. Ellas lidian con la resaca y acudirán al encierro “viendo pasar al toro, lo disfrutamos más”, hartas de presentarse en otros lados como tordesillanas y recibir el aburrido: “Ah, donde matáis al toro”. La joven se manifiesta “contra el maltrato animal”, es estudiante de Biología, y acredita un pañuelo amarillo al cuello, rechaza una tradición de la que no suele hablar en casa. Eso sí, matiza que al menos antes el toro podía ser indultado. Ella desearía que su pueblo se conociese más por la firma del Tratado” que por la tauromaquia. En Tordesillas también hubo otro encierro histórico al que se da menos importancia: el de la reina Juana I de Castilla.
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