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Hannah Arendt, a 50 años de su muerte

Su mirada ofrece una alternativa más generosa y humana: la política como espacio creativo, no solo como un campo de batalla

En los últimos años me he visto regresando una y otra vez a los escritos de Hannah Arendt. No tanto en busca de respuestas (ella sabía mejor que nadie cuán ilusa sería esa expectativa), sino de un modo más lúcido de hacerme las preguntas correctas y entender el mundo. En tiempos en que los debates públicos parecen diseñados para castigar matices o premiar la adhesión instantánea, y la academia, muchas veces, parece capturada por modas y métricas, reencontrarse con Arendt se ha vuelto un pequeño acto de resistencia intelectual.

Vuelvo a ella no solo por la incómoda vigencia de sus ideas, que es indiscutible, sino por algo más íntimo: el ejemplo de modelo intelectual que representa. Una pensadora que asumió la soledad del juicio propio, que rechazó las lealtades tribales del mundo político y académico, y que vivió el pensamiento no como una profesión, sino como una forma exigente —y profundamente humana— de estar en el mundo.

¿Por qué Arendt sigue hablándonos hoy, cincuenta años después de su muerte, ocurrida el 4 de diciembre de 1975?

Ella entendió las tentaciones de la política de masas antes de que muchos quisieran verlas. En Los orígenes del totalitarismo, describió con una claridad inquietante cómo la soledad social —esa mezcla de desconexión, resentimiento y vulnerabilidad— abre la puerta a líderes que ofrecen relatos coherentes incluso cuando son falsos. Su intuición de que las ficciones políticas pueden resultar más seductoras que la realidad tiene una vigencia incómoda en un momento en que las redes sociales transforman cualquier malestar en certeza instantánea. Años más tarde, en su ensayo Verdad y Política, llevaría esa intuición un paso más allá: advirtió que los actores políticos rara vez atacan la lógica de frente; lo que hacen es crear entornos donde la frontera entre hechos y ficciones se vuelve borrosa. No todas las mentiras son totalitarias, sugería, pero la mentira sistemática erosiona el mundo común sobre el que descansa la vida política. En una era de falsedades virales y desconfianza institucional, ese diagnóstico sobre la fragilidad de la verdad en las democracias suena menos a advertencia teórica que a crónica del presente.

Pero si algo convirtió a Arendt en una pensadora indispensable fue su atención al mayor peligro de la vida moderna: no el fanatismo, sino la irreflexión. Cuando cubrió el juicio a Adolf Eichmann en 1961, su conclusión —la banalidad del mal— no buscaba trivializar los crímenes del nazismo, como muchos denunciaron, sino desmitificar su origen. Las grandes atrocidades no requieren monstruos. Basta con personas normales, como aquel burócrata austríaco, incapaces de detenerse a pensar, devotas de las reglas y obedientes hasta la ceguera. En un mundo gobernado por algoritmos, indicadores y complejas burocracias que diluyen la responsabilidad hasta hacerla imperceptible, su lección es más urgente que nunca: el verdadero peligro no es la maldad, sino la ausencia de juicio.

A ese compromiso de entender el mundo en que vivimos hay que sumarle algo que siempre me ha seducido: Arendt rechazó tanto las tribus ideológicas como las académicas. Irritó o escandalizó por igual a sionistas y antisionistas, liberales y marxistas, conservadores y progresistas. Gershom Scholem la acusó de falta de solidaridad con la causa judía, pero ella respondió apelando al Selbstdenken, el pensar por cuenta propia. En tiempos de polarización y fidelidades instantáneas, su ejemplo personal —no solo su teoría— es extraordinariamente inspirador. La independencia puede resultar incómoda, incluso dolorosa. Pero es el único lugar desde el que se puede pensar honestamente.

Esa independencia no nació en un aula universitaria ni en la torre de marfil que esta muchas veces propicia, sino en la experiencia cruda de la historia. Arendt huyó del nazismo, vivió el exilio, fue internada en el campo de Gurs, reinventó su vida en Nueva York y escribió siempre con la conciencia de que la política podía colapsar de un día para otro. Esa biografía, marcada por la vulnerabilidad y el desarraigo, impregna toda su obra: la lucidez de quien conoce la fragilidad de lo humano, pero también su capacidad de comenzar de nuevo. Su idea de la natalidad —la posibilidad de iniciar algo radicalmente nuevo en el mundo— no es una metáfora abstracta, sino el relato profundo de su propia vida.

Quizás por eso su escritura combina un rigor infrecuente con una sorprendente humanidad. Arendt pudo diseccionar con precisión quirúrgica la maquinaria totalitaria o las contradicciones de la política contemporánea, pero nunca cayó en el cinismo. Denunció el mal sin renunciar a la esperanza. Reconoció la gravedad de la política sin perder de vista la dignidad inherente a la acción conjunta. Para quienes trabajamos en el mundo del derecho, las instituciones o las políticas públicas —donde es fácil deslizarse hacia la tecnocracia, la nostalgia o el fatalismo—, Arendt ofrece otra forma de aproximarse a lo político: pensar no solo como un ejercicio intelectual, sino como un acto de cuidado para honrar la pluralidad humana.

También es inspiradora su disposición a pensar en público. Arendt no se refugió en la comodidad académica ni en sus convenciones bizantinas. Escribió reportajes, ensayos e intervino en controversias que la expusieron a críticas feroces. Eichmann en Jerusalén no es un libro de escritorio; es periodismo filosófico. Su decisión de publicar aquello que veía y pensaba —aunque sabía que tendría un costo personal y profesional— es una lección de coraje. Para quienes creemos en la importancia de intervenir en la conversación pública sin renunciar al rigor, Arendt recuerda que la opinión no es un refugio, sino un riesgo que se asume como compromiso para con el resto.

Todo esto tiene una raíz común. Arendt entendió que la política es, ante todo, el arte de vivir juntos. En La condición humana defendió con gran belleza la pluralidad, esa idea de que la política existe porque somos distintos, no a pesar de ello. Hoy, cuando los algoritmos nos encierran en burbujas, la política busca disciplinar hasta la asfixia y los debates públicos se reducen a opciones binarias, su mirada ofrece una alternativa más generosa y humana: la política como espacio creativo, no solo como un campo de batalla.

Quizás, al final, lo más admirable de Arendt sea su valentía. Se equivocó, pidió disculpas, sostuvo sus argumentos cuando creía tener razón, rompió amistades y forjó nuevas. Algunas de sus posiciones fueron controvertidas y problemáticas, como muestran sus reflexiones sobre los consejos revolucionarios durante la revuelta húngara de 1956 o sus escritos sobre la integración racial en las escuelas del sur de Estados Unidos. Pero sobre todo, tuvo el coraje de pensar en voz alta. Su vida demuestra que la honestidad intelectual no es un estilo, sino un compromiso. Pensar libremente implica pagar ciertos costos y ella los asumió con una serenidad que sigue siendo ejemplar. Y su valentía se revela no solo en sus controversias públicas, sino también en episodios menos conocidos, como cuando, en 1940, escapó del campo de internamiento de Gurs después de animar y ayudar a otras mujeres a organizarse. Arendt comprendió entonces que la acción no requiere poder, sino decisión: una intuición que marcaría toda su filosofía.

Han pasado cincuenta años desde su muerte, pero Hannah Arendt no ha envejecido. Más bien, somos nosotros quienes, a golpes y con retraso, estamos alcanzando la profundidad de sus ideas. En un tiempo marcado por el ruido, la sospecha y el vértigo, volver a Arendt es una invitación a recuperar la lucidez, la duda y la conversación. Una invitación, como ella misma sugirió, a pensar sin ataduras.

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