Opinión

Ni péndulo ni magia: modalidad del voto

Cualquier exégesis política debería incorporar la aparición de una enorme masa de votantes que procede de la regla del voto obligatorio

Una fila para votar el pasado domingo en Valparaíso.ADRIANA THOMASA (EFE)

No es preciso hacer literatura social para explicar lo que ha pasado en Chile en los últimos dos años. La clave principal, tal vez no única pero de importancia desmesurada, es la modalidad del voto.

Chile tuvo voto obligatorio con inscripción voluntaria durante la mayor parte de la transición posdictatorial. No votar suscitaba una multa. Pero la visible incapacidad del Estado para perseguir esa infracción hizo que la participación fuera decayendo desde 94,72% en 1989 hasta menos de 60% real en el 2010. Alrededor del 30% de los mayores de 18 años habían dejado de inscribirse, con lo que ...

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No es preciso hacer literatura social para explicar lo que ha pasado en Chile en los últimos dos años. La clave principal, tal vez no única pero de importancia desmesurada, es la modalidad del voto.

Chile tuvo voto obligatorio con inscripción voluntaria durante la mayor parte de la transición posdictatorial. No votar suscitaba una multa. Pero la visible incapacidad del Estado para perseguir esa infracción hizo que la participación fuera decayendo desde 94,72% en 1989 hasta menos de 60% real en el 2010. Alrededor del 30% de los mayores de 18 años habían dejado de inscribirse, con lo que podían omitirse además sin sanción alguna.

En el 2012, una nueva ley creó el voto voluntario, con inscripción automática. En la teoría, 4,5 millones de nuevos votantes quedaron habilitados. Pero en la presidencial de 2021, en la primera vuelta votaron menos personas que en el 2010: sólo un 47,33%. Gabriel Boric ganó en segunda vuelta gracias a un millón de votos más, que aumentó la participación hasta 55,64%.

Para elegir a la Convención que redactaría una nueva Constitución en el 2021 votó menos del 50% de los habilitados. Para entonces era muy claro que, contra lo que habían sostenido los teóricos de la ingeniería electoral, no había aumentado la participación, sino que la había disminuido. La probable lectura del ciudadano despolitizado era simple: tu voto no nos importa. Una cierta élite política, más inclinada a la izquierda, disfrutó por 10 años de un sistema discriminatorio.

A la vista de esos resultados, el Congreso decidió reponer el voto obligatorio para el plebiscito que juzgaría el proyecto de constitución emanado de la Convención, que algunos consideraban “de vanguardia”. La participación saltó al 85,86% y el resultado fue un rechazo de 61,89%. Parece evidente que no se trató de un movimiento pendular respecto de los resultados anteriores, sino más bien de dos cosas diferentes: a) el voto voluntario estaba capturado por los sectores más politizados, que favorecían a la izquierda en general, pero especialmente a la izquierda radical; y b) con el voto obligatorio aparecía un electorado antes silenciado, conservador, mucho menos propenso al radicalismo y más resistente al espíritu refundacional. El alcalde comunista Daniel Jadue lo dijo hace unos días de esta manera: ese plebiscito se convirtió en una derrota debido a una “trampa”, que fue pasar al voto obligatorio. Es una manera singular de valorar la democracia.

El domingo, en las elecciones del Consejo Constitucional que deberá redactar un segundo proyecto de reforma, la participación fue de 81,94% y favoreció a la derecha, que en conjunto obtuvo alrededor de un 61%, más o menos lo mismo que el año pasado.

Cualquier exégesis política debería incorporar la aparición de una enorme masa de votantes que procede de la regla del voto obligatorio, para los cuales la discusión constitucional es irrelevante o inconducente, o más simplemente debería ser dirigida por el más conservador de los partidos políticos. Esa masa aprecia el combate contra la inmigración irregular (norte de Chile), contra la insurgencia en nombre del pueblo mapuche (sur) y contra la inseguridad (Santiago), además de la lacerante inflación, que ha sido un fenómeno desconocido para varias generaciones.

La obsesión constitucional identifica y une a la izquierda, a pesar de que su última gran modificación, en el 2005, fue realizada por un gobernante socialista, Ricardo Lagos. La reforma de Lagos hizo que la Constitución chilena cumpliera con los estándares democráticos de Occidente, pero los partidos de centro e izquierda insistieron en que esta seguía siendo la constitución “de Pinochet”. En lo principal, ya no se trata de desarmar los rasgos autoritarios de la Constitución -lo que terminó de hacer Lagos-, sino de legitimar una intervención mayor del Estado en la economía. Culturalmente, esa es la posición que ha sido derrotada dos veces en poco menos de un año, pero esta ultima elección compromete todo el programa del presidente Boric.

Para la gran masa de votantes obligatorios, este programa carece de sentido y desatiende las urgencias más importantes de los sectores medios y bajos. Un estudio de los votantes hecho por la Universidad del Desarrollo ha mostrado que los votantes más numerosos de la derecha radical son de ingresos bajos, mientras que la izquierda radical consigue más votos en los ingresos altos. Una revolución de señoritos: así ha de verlo, seguramente, el votante republicano.

La teoría del péndulo es una explicación mítica, que sólo puede satisfacer a espíritus mágicos. Se trata, más bien, de la aparición de un país distinto del que imaginó la izquierda y, sobre todo, la ultraizquierda, un país que probablemente se radicalizó en rechazo al proyecto constitucional “de vanguardia” del año pasado y ahora decidió ponerle la lápida final.

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