El momento Julio Ramón Ribeyro

Seix Barral cierra el curso literario festejando al autor peruano con tres libros

Jesús Badenes, Enrique Vila-Matas, Elena Ramírez y Fernando León de Aranoa, en la fiesta de fin de curso de Seix Barral. MASSIMILIANO MINOCRI

Vivimos un momento Julio Ramón Ribeyro y no lo sabemos. Sus personajes se encuadran en la clase media y baja, pero son marginales, alejados de la oficialidad, en una lacerante polarización, hoy turbocapitalista, todos en una olla urbana que hace tiempo que desbordó. “Se le lee demasiado poco”, lamentaba el librero Lluís Morral, de Laie, durante el tradicional cierre de curso literario que organizó la tarde del jueves en Barcelona Seix Barral, al que ha puesto banda y medalla editando tres libros señeros del escritor pe...

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Vivimos un momento Julio Ramón Ribeyro y no lo sabemos. Sus personajes se encuadran en la clase media y baja, pero son marginales, alejados de la oficialidad, en una lacerante polarización, hoy turbocapitalista, todos en una olla urbana que hace tiempo que desbordó. “Se le lee demasiado poco”, lamentaba el librero Lluís Morral, de Laie, durante el tradicional cierre de curso literario que organizó la tarde del jueves en Barcelona Seix Barral, al que ha puesto banda y medalla editando tres libros señeros del escritor peruano: las memorias de La tentación del fracaso; sus 93 cuentos reunidos en La palabra del mundo y las inclasificables, como él, Prosas apátridas.

Ribeyro (1929-1994: 90 años de su nacimiento, 25 de su muerte), poco disciplinado, felizmente negligente, voluntariamente resguardado del boom latinoamericano, defensor inasequible de que ser bueno no tiene nada que ver con el éxito comercial, de malas digestiones que igual provenían de un árduo combate interior, lucía casi por lema el final de su primer cuento, de significativo título, La vida gris (1949): “Fue una vida inútil, rotunda, implacablemente inútil”.

Eso marca un clima, como el calor de la fase zona reductora de la llama de calor que se sufre estos días en España. Reverberaba a media tarde el suelo de la terraza de la Virreina, sede del Instituto de Cultura de Barcelona, que parece que seguirá en manos de los comunes, a tenor de lo que insinuaban los oficios de anfitrión de Joan Subirats, comisionado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona en el anterior mandato y dos de Ada Colau en los últimos comicios.

“Si a Ribeyro le fue mal, a cualquiera de nosotros nos puede ir mal; es un particular consuelo”, exponía Juan Manuel Chávez, escritor peruano que ha decidido instalarse en Barcelona. Rememoraba Chávez anécdotas de un Ribeyro que confesaba que el médico le había dicho que si dejaba de fumar aún viviría siete años más y si no, apenas le daba siete meses. “Pero es que si no fumo, no escribo”, le soltó al galeno quien, en su primer libro publicado en Francia, pusieron en la solapa una foto de un autor africano.

Se estaba creando una atmósfera tan Ribeyro, con un calor que fijaba cansinamente miradas y pensamientos, que hasta las palabras leídas del embajador peruano resultaron ser las de un sobrino suyo, Claudio de la Puente Ribeyro. Ayudó también la figura larga y pausada del cineasta Fernando León de Aranoa, prologuista de las Prosas apátridas: sostuvo que “más que paisajes, no hay nada más cinematográfico que el retrato humano y de eso los cuentos de Ribeyro son únicos”. Enrique Vila-Matas, fascinado por alguien capaz de tener su cara pegada toda una jornada a una ventana espiando al cartero, evocó cuando hizo de “Miguel Strogoff de Ribeyro”: finales de 1974, el barcelonés “absurdamente orgulloso” de vivir en París le llevó las galeradas de Prosas apátridras a su casa, por encargo de la editora de Tusquets Beatriz de Moura. Tímido frente a tímido, el joven Vila-Matas le entregó el paquete y se tiró escaleras abajo. Mientras huía, oyó que le decía: “Sosiéguese”. “Y aún hoy oigo el eco del consejo”.

Así discurría la velada y todo era Ribeyro. La directora editorial de Seix barral y de Ficción Internacional del Grupo Planeta, Elena Ramírez, se paseaba entre los grupúsculos con la seguridad de quien sabe que cabalga un pura sangre; y hasta el siempre cordial pero reservado director general de la división de Librerías del grupo, Jesús Badenes, confesaba que los kilométricos estantes de libros de su residencia gerundense se elevaban con maderas de castaño que adquiría en Navarra por su mayor grosos y vetas más bellas: todo es poco para los libros. Y el escritor Ignacio Martínez de Pisón, entre decenas de agentes literarios y escritores, lamentaba que no hallaba ya quioscos donde comprar prensa en Barcelona. Y uno pensaba de qué viviría hoy Ribeyro, que ejerció en París, Alemania y Bélgica (1952-1958) de reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro...

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“Hay el mito de que Ribeyro era un escritor de culto, pero en Lima todo el mundo le había leído, era nuestro Stephen King... Todos le querían y le preguntaban... Y cuando se percató de eso, se quedó ahí. Todos los escritores deberíamos tener un lugar así, donde sentirnos queridos”, soñaba su compatriota Santiago Roncagliolo. La terraza de la Virreina parecía ese lugar.

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