Archipiélago de islas y lagos

La Real Filharmonía interpreta en Vigo Santiago y A Coruña un atractivo programa con música británica y finlandesa

Con su primera actuación en A Coruña de esta temporada -que se desarrolla bajo el título Arquipélago de sons- la Real Filharmonía de Galicia (RFG) ha cerrado este viernes en el Palacio de la Ópera de A Coruña una intensa semana de conciertos, tras los ofrecidos el miércoles en Vigo y el jueves en su sede del Auditorio de Galicia en Santiago. En sus atriles, un programa muy atractivo con Danzas alrededor de las Islas Británicas, una selección hecha por Paul Daniel, titular de la RFG, entre las escritas por Malcolm Arnold (1921–2006); el ...

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Con su primera actuación en A Coruña de esta temporada -que se desarrolla bajo el título Arquipélago de sons- la Real Filharmonía de Galicia (RFG) ha cerrado este viernes en el Palacio de la Ópera de A Coruña una intensa semana de conciertos, tras los ofrecidos el miércoles en Vigo y el jueves en su sede del Auditorio de Galicia en Santiago. En sus atriles, un programa muy atractivo con Danzas alrededor de las Islas Británicas, una selección hecha por Paul Daniel, titular de la RFG, entre las escritas por Malcolm Arnold (1921–2006); el Concierto para clarinete y orquesta en un solo movimiento de Magnus Lindberg (n. 1958) y la Sinfonía nº 2 en sol mayor, “Sinfonía Londres”, de Ralph Vaughan Williams (1872-1958).

Las danzas elegidas por Daniel son una muestra bien representativa de las 24 escritas por Arnold y agrupadas en seis series. Su interpretación destacó el carácter de cada una de ellas, desde la sensación de sol rompiendo la bruma en la Escocesa, op. 59 nº 2, y la ironía de su solo de fagot a la fuerza de la Inglesa, op.33, serie 2, nº 2.

Entre ellas, la incisividad penetrante de la trompeta y el poderío de unos metales reforzados para la ocasión –la RFG no cuenta con trombones ni tuba en su plantilla- en la Danza de Cornualles, op.91 nº 2; el excelente control de sonido orquestal de Daniel, y la seguridad que siempre proporciona el piccolo de Luis Soto en la Irlandesa, op. 126 nº 3 y sensación de viaje a lo desconocido –casi como de descenso a una mina- que dan la fuerza y el misterio de la Galesa, op. 138 nº 3.

El público acogió la interpretación con un cortés aplauso -relativamente frío, el Palacio de la Ópera presentaba bastantes asientos vacíos- pero estas danzas fueron el aperitivo perfecto para la degustación de un plato tan desacostumbrado como el Concierto para clarinete, de Lindberg. Una obra inhabitual pero sorprendentemente “digerible”, incluso para auditorios poco propicios a la contemporaneidad. Su equilibrada amalgama de riesgo y control en dinámicas, timbres y armonía hacen estar en permanente alerta de escucha al público, que obtiene como recompensa unas fases sorprendentemente melódicas alternando con momentos de un virtuosismo que resulta casi inhumano para el solista pero muy espectacular para el público.

Escuchando y viendo tocar a Kari Kriikku solo cabe asombrarse y admirarlo por su capacidad técnica llevada al extremo y una musicalidad fuera de toda duda. Kriikku hila fino en cada momento, nota o silencio del concierto. Uniendo más que yuxtaponiendo un sonido increíblemente dulce o incisivo por momentos con unas agilidades endiabladas y lo que sería poco generoso calificar simplemente como más que generoso fraseo. Es increíble la capacidad de administración del aire por su parte, lo que nos lleva de nuevo a una técnica de altísimo rendimiento puesta al servicio de la partitura. De la música, en definitiva.

Y una presencia escénica curiosa, como mínimo, por su aparente fragilidad física. Tras la gran ovación recibida por su interpretación del concierto de Lindberg, volvió al escenario del Palacio de la Ópera con una divertida ejecución del célebre paso “moonwalker” que creó Michael Jackson. Así recorrió la mitad de la línea de candilejas del escenario hasta sentarse en una banqueta para hacer una sorprendente versión del villancico Noche de paz, de Franz Xaver Gruber. En ella hubo la dulzura dada por su fraseo y el misterio proporcionado por su control del sonido, con la preciosa armonía de unas notas dobles primorosamente extraídas de su clarinete. El calor de las palmas del Palacio de la Ópera -ahora sí- pudo llegar de A Coruña a Belén, quizás para calentar aquella gruta en la que se celebró la primera Navidad. Emoción en estado puro.

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Como recuerda Luis Suñén en sus reveladoras notas al programa, Vaughan Williams prefería que su Sinfonía Londres fuera escuchada como música absoluta, sin ninguna referencia programática. Y así se puede gozar de esta gran obra; pero resulta imposible no pensar en la relación de los espacios sonoros de la sinfonía con los espacios físicos de la ciudad. Y no se puede dejar de sentir la “cantidad de filosofía” que, en palabras de Paul Daniel, contiene la obra. En ese sentimiento de cosmopolitismo y dominio de la entonces capital del Imperio Británico al que dirigentes del actual Reino Unido apelaron para resolver sus problemas de partido, huyendo de la solidaridad entre naciones de la Unión Europea.

La versión de Daniel -con una Real Filharmonía muy reforzada en metales y percusión, tal como exige la partitura de Vaughan Williams- tuvo grandeza y sereno lirismo en partes bien proporcionadas. Solo se resintió en algo por el esfuerzo lógicamente demandado a unas cuerdas que en los tutti tuvieron que “competir” en inferioridad de condiciones con los vientos requeridos por el autor. Aun así, no hubo excesivos desequilibrios dinámicos.

Las intervenciones de prácticamente todos sus solistas de maderas y metales mostró la gran calidad individual de estos músicos. Junto a ellos destacaron también los solos de cuerdas: el chelo de Plamen Velev; la viola de Tilmann Kircher en el segundo movimiento, Lento, y el del concertino, James Dahlgren, justo al final de la obra, cuando el precioso canto de su tema se prolonga en una larguísima nota de la que, como si fuera un alambre de plata, se suspende el acorde final. La finísima gradación de Daniel del doble regulador de la partitura me sugirió la majestuosidad de un péndulo de Foucault perdiéndose tras la cortina del larguísimo silencio del público. Pocos tan imponentes como el logrado por el maestro británico antes de la fuerte y bien merecida ovación final.

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