Los jornaleros del carbohidrato

En la película 'Barrio', que cumple 20 años, uno de los protagonistas repartía pizza a base de zapato y autobús urbano porque ni siquiera tenía moto

Un joven baja las escaleras de una estación de metro de Madrid con una bicicleta de reparto de pedidos a domicilio.L. GONZÁLEZ

Llevan por las calles madrileñas una mochila cúbica llena de manjares contemporáneos, sorteando coches, cabalgando su (propia) bici, mirando su (propio) smartphone en pos del futuro incierto: un portal en no sé dónde donde alguien tiene hambre. Otros están parados, absortos en la pantalla, esperando inquietos a que caiga del cielo tecnológico un nuevo recado. Cada vez hay más: la gente se ha atrincherado en casa para comer hasta que no quepa por la puerta.

En lenguaje molón los repartidores se llaman riders, pero, anglicismos aparte, son los jornaleros de la grasa y el carbohidrato, el precariado (nueva clase social, según Guy Standing) volante sobre ruedas, la sonrisa triste del capitalismo de colores.

En la película Barrio, que cumple 20 años, uno de los protagonistas repartía pizza a base de zapato y autobús urbano porque ni siquiera tenía moto. Nos contaba recientemente en esta sección el director, Fernando León de Aranoa, que lo que enton...

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En lenguaje molón los repartidores se llaman riders, pero, anglicismos aparte, son los jornaleros de la grasa y el carbohidrato, el precariado (nueva clase social, según Guy Standing) volante sobre ruedas, la sonrisa triste del capitalismo de colores.

En la película Barrio, que cumple 20 años, uno de los protagonistas repartía pizza a base de zapato y autobús urbano porque ni siquiera tenía moto. Nos contaba recientemente en esta sección el director, Fernando León de Aranoa, que lo que entonces parecía un chiste descabellado ahora se ha hecho pétrea realidad: yo ya he visto repartidores trabajando en el metro, tal es la necesidad.

Para ganar un sueldo que casi merezca la pena, sin apenas derechos laborales, muchos arriesgan el cuerpo en la calzada o prefieren trabajar bajo la lluvia para ingresar primas, siempre bajo la presión de la empresa, que empuja obsesivamente a la mayor productividad. La moderna economía colaborativa, plena de glamur, es el trabajo a destajo de toda la vida, la forma de explotación más antigua. Estas empresas presumen de proveer de trabajo a aquellos que quieren un ingreso extra informal, y algunos de sus riders están conformes, sin embargo, se extiende y normaliza la precariedad nuestra de cada día. Más que un curro para ganarse la vida, es un curro para pagarse las birras. Una empresa decente, además de producir ganancias, debería colaborar en el bienestar social.

Si uno mira quienes poseen estos evanescentes negocios, aparecen grandes fondos de inversión y conocidos emprendedores con historial de éxito en startups de nombres cool. Si uno mira a los trabajadores de los que extraen sus beneficios ve a personas que viven a salto de mata, sin saber muy bien dónde les llevará la próxima hamburguesa a repartir. En vez de proporcionar trabajos dignos, se convierte al currela en algo así como aquellos niños emprendedores de las películas que montaban un puesto de limonada para sacarse unas pelillas. El trabajo como hobby.

Se plantean serias dudas sobre este modelo laboral y me pregunto por qué cada vez hay más repartidores por las calles madrileñas, si es más la gula que la tristura. Es difícil no verlos, con ese pedazo de cubo fosforito a la espalda, como una alegre condena, como el happy meal de Sísifo.

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