MADRID ME MATA

Las huellas del tiempo

Las ciudades son testigos históricos, la mayoría imbatibles. Han visto de todo y no se callan

Corrala en la calle del Mesón de Paredes, en el barrio de Lavapies, Madrid. SANTI BURGOS

De un tiempo a esta parte, vengo fijándome en algo que tiene que ver con Madrid y sus edificios y que no deja de sorprenderme. Me provoca mucho interés pensar en el paso del tiempo, en cómo se mantiene estático el suelo que pisamos y en cómo cambian, sin embargo, los pies que se asientan sobre él.

Las ciudades son testigos históricos, la mayoría imbatibles. Han visto de todo y no se callan: hay heridas, restos de otros momentos, hay daños y también homenajes.

En las ciudades hay restos de vida.

El polvo de las calles sigue siendo el mismo que décadas atrás, estoy segura. E...

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De un tiempo a esta parte, vengo fijándome en algo que tiene que ver con Madrid y sus edificios y que no deja de sorprenderme. Me provoca mucho interés pensar en el paso del tiempo, en cómo se mantiene estático el suelo que pisamos y en cómo cambian, sin embargo, los pies que se asientan sobre él.

Las ciudades son testigos históricos, la mayoría imbatibles. Han visto de todo y no se callan: hay heridas, restos de otros momentos, hay daños y también homenajes.

En las ciudades hay restos de vida.

El polvo de las calles sigue siendo el mismo que décadas atrás, estoy segura. Eso es algo que se percibe. Sin embargo, la gente que las ocupa es radicalmente distinta. El discurso que escuchan es diferente. La ropa, los besos, los locales, incluso los olores son desiguales. En otras palabras: la casa es la misma, pero el habitante es otro.

El otro día fui a visitar a un amigo a su casa. Vive solo, en La Latina, en un cuarto sin ascensor. Esto puede llegar a ser un drama, pero uno pronto se acostumbra por resignación, porque si algo escasea en la capital son los pisos de alquiler con montacargas. Aunque pensando en positivo, es una oportunidad perfecta para demostrarle —con acciones reales— a un amigo todo lo que le quieres.

El caso es que su portal se encuentra en una de esas calles estrechas y cortas del popular barrio madrileño, con unos pocos locales que resisten (una espartería, un local minúsculo de gas y calefacción y una carpintería) y con una fachada cuyo aspecto denota más vestigios de otra época que señales de la actualidad. Y no me equivoco.

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Al entrar, apareces de pronto en una de esas corralas madrileñas tan típicas. Las corralas son como un pasadizo, una cámara de los secretos. Siempre me han gustado. Parece mentira que quepan dentro de un portal tan estrecho.

Mientras subía las escaleras, pensaba en quiénes habrían vivido en esas casas tiempo atrás, cómo serían las personas que las ocupaban. De qué manera sería el mundo, qué noticias se escucharían, si se acariciarían con suavidad al irse a dormir. ¿Les despertarían las bombas?

Pensé, con una sonrisa, en los extremistas que podrían haber vivido en esos pisos, esos mismos que ahora ocupa una pareja homosexual, un inmigrante sin papeles, una mujer trabajadora. Sin duda, el paso del tiempo a veces es algo agradable y solo basta con mirar para ver, para aprender de los errores, para redecorar la casa que habitamos y limpiar el polvo de las esquinas.

Madrid me mata.

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