BOCATA DE CALAMARES

Salvando al mundo a pie de calle

Yo fui predicador callejero

Yo fui predicador callejero. Corrían los primeros años del siglo y los promotores de ONG, que así se llamaba mi puesto de trabajo, aún eran novedad en Madrid. Jóvenes con un chaleco llamativo que pescaban almas dispuestas a colaborar con diferentes causas: los derechos humanos, los refugiados o el medioambiente, que era mi sector. Por entonces era el único curro, junto con el de dependiente de la Fnac, en el que podías llevar piercings, rastas y otros elementos contraculturales: los jefes de las ONG debían pensar que aquella imagen bohemia y audaz repercutiría en el número de socios....

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Yo fui predicador callejero. Corrían los primeros años del siglo y los promotores de ONG, que así se llamaba mi puesto de trabajo, aún eran novedad en Madrid. Jóvenes con un chaleco llamativo que pescaban almas dispuestas a colaborar con diferentes causas: los derechos humanos, los refugiados o el medioambiente, que era mi sector. Por entonces era el único curro, junto con el de dependiente de la Fnac, en el que podías llevar piercings, rastas y otros elementos contraculturales: los jefes de las ONG debían pensar que aquella imagen bohemia y audaz repercutiría en el número de socios.

Hoy, los promotores de ONG ya forman parte del ambiente urbano y los ciudadanos que llevamos años esquivándolos (no porque despreciemos su mensaje, sino porque les vemos a diario y ya los conocemos) hemos ido desarrollando nuevas tácticas para darles esquinazo al tiempo que ellos van probando nuevas técnicas de hipnosis. Rollo darwinista.

Mi técnica de captación combinaba con garbo el arrojo y el humor y, por qué no, el bloqueo físico del paseante. Entre llamadas a la solidaridad y algún chiste o no me iba mal. Hacía bastantes socios. Me llamaban El Machine. No querían que lo dejase nunca. Querían más. Estoy seguro de que gracias a mi acción captadora de socios he conseguido que el planeta aumente su esperanza de vida al menos hora y media. Eran tiempos heroicos.

Me llamó la atención durante el desempeño de aquella labor que, muchas veces, los que parecían más desahogados económicamente eran los menos comprometidos: señores trajeados y señoras con ropa de marca difícilmente querían asociarse, a pesar de las distopías nucleares que les narraba con efectos de novela de terror. En cambio, inmigrantes mal remunerados, sobre todo latinoamericanos, enseguida se apuntaban al carro. Pensé que tenían una mayor conciencia ecológica, una conexión especial con la naturaleza. Entre todas mis conquistas callejeras hay una que brilla con luz propia: el día que conseguí hacer socia a una acróbata.

A veces conocía a compañeros cooperantes de otras organizaciones y cuando se enteraban de que yo trabajaba en el ramo me decían:

—Uy, yo vengo de trabajar en unas campañas en Sierra Leona y el Congo. ¿Y tú?

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

—Pues mis últimas operaciones han sido en Puerta del Sol, Moncloa y Fuencarral.

Los predicadores callejeros siguen ahí, cobrando regular, teniendo que cumplir difíciles objetivos, intentando predecir las fintas locas de los transeúntes, pasando frío en invierno y calor en verano. Recemos una oración por sus almas: aunque a veces sean plastas su trabajo es necesario. Quizás el menos popular de la ciudad, por decirlo finamente, fuera aquel Hare Krishna que en Fuencarral te decía: “Perdona, se te ha caído… ¡la sonrisa!”.

Sobre la firma

Archivado En