Vive en libros

El autor describe el paseo del lector ensimismado mientras atraviesa la ciudad y sus vivencias

J. F. H.

La simpática gordita del vestido naranja (cuyo bolso y zapatitos combinan con su peinado rubio de agua oxigenada) lo mira pasar por el andén del Metro y esboza una sonrisa; el hombre que amasa pan a la manera antigua, sale de vez cuando a la calle para fumarse un pitillo y también sonríe cuando lo mira caminar sin quitar la vista de las páginas y por último, el niño más despierto de su barrio lo mira salir todos los días con la nariz ya hundida en el volumen que ha elegido para navegar ese día y al día siguiente, volver con otro libro entre narices como quien viene de explorar un planeta lejan...

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La simpática gordita del vestido naranja (cuyo bolso y zapatitos combinan con su peinado rubio de agua oxigenada) lo mira pasar por el andén del Metro y esboza una sonrisa; el hombre que amasa pan a la manera antigua, sale de vez cuando a la calle para fumarse un pitillo y también sonríe cuando lo mira caminar sin quitar la vista de las páginas y por último, el niño más despierto de su barrio lo mira salir todos los días con la nariz ya hundida en el volumen que ha elegido para navegar ese día y al día siguiente, volver con otro libro entre narices como quien viene de explorar un planeta lejano, náufrago arrastrado por la espuma de unos párrafos que vuelven a la playa entrañable de su piso en quién sabe qué barrio donde quizá prosiga la navegación en otras páginas.

Es el hombre que sólo lee periódicos durante el desayuno, al humo del primer café y dedica el resto de sus horas despierto a deambular Madrid en libros, a menudo leyendo en silencio los mismos paisajes que recorre andando y también novelas o crónicas de ciudades imaginarias que va sintonizando con las rutas que se inventa. Es un diestro en la levitación lectora que logra evitar –a veces por pocos milímetros—los estorbos instantáneos de quienes se paran a la mitad de la acera o estorban en los pasillos o se detienen en el primer escalón de unas escaleras para subrayar sus despistes y el hombre camina leyendo, evitando también a los perritos chatos que –como sus dueños—también se detienen a la mitad y sin aviso para aliviarse dónde sea –a diferencia de sus dueños, que llevan la bolsita para la limpia, similar a la que lleva el hombre del libro que a veces los envuelve para que no se mojen con la lluvia, para que no le estorben en las manos cuando han cumplido su fin o para dejarlos discretamente en las bancas de las avenidas o los parques para que llegue un anónimo lector potencial, otro que los lea y se vuelva clon de sus andanzas, metidas las narices en las historias que nos distraen de la realidad circundante, el ruido envolvente, las voces de todos, las malas vibras, los horrores del ayer, la maldición de mañana, el chisme del instante, el olvido que nos endilgan y las promesas que nos deben. Clones todos los que sueñan, los que buscan un salvoconducto y los que procuran no olvidar; los que imaginan y se ríen en blanco o se enojan entre líneas, hablando a solas con la tinta que va aliviando el paso de los años, salvavidas invaluable de quien vive en libros.

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