Elefantes, el niño que aún llevamos dentro

El cuarteto catalán demuestra en la Galileo Galilei que su excelente pop radiante no sabe de edades

Concierto de Elefantes en Los Matinales de EL PAÍS. Jaime Villanueva

A los participantes en Los Matinales de EL PAÍS les sucede poco menos que sistemáticamente: saludan con un “Buenas noches”, por la fuerza de la costumbre, hasta que reparan en el pequeño detalle de que aún falta un buen rato para la hora de comer. Shuarma, cantante, portavoz y, esta vez, más maestro de ceremonias que nunca, también bordeó el lapsus temporal en la Galileo Galilei, pero se repuso enseguida. Más que nada, porque casi la mitad de los asistentes este sábado al templo pagano en el barrio de Chamberí apenas levantaban media docen...

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A los participantes en Los Matinales de EL PAÍS les sucede poco menos que sistemáticamente: saludan con un “Buenas noches”, por la fuerza de la costumbre, hasta que reparan en el pequeño detalle de que aún falta un buen rato para la hora de comer. Shuarma, cantante, portavoz y, esta vez, más maestro de ceremonias que nunca, también bordeó el lapsus temporal en la Galileo Galilei, pero se repuso enseguida. Más que nada, porque casi la mitad de los asistentes este sábado al templo pagano en el barrio de Chamberí apenas levantaban media docena de palmos del suelo. Y porque los propios Elefantes contribuyeron al estupendo alborozo intergeneracional regalando todo tipo de cacharros coloridos y ruidosos entre la joven concurrencia, que invirtió los siguientes 80 minutos en ponerlos a funcionar.

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Shuarma es una artista para todas las edades, como buena parte de la música que rubrica, pero los chiquillos se le dan de cine. Le vimos ataviado para la ocasión con una camiseta a rayas azules, cual Popeye El Marino en versión mediterránea. Y lo demostró con creces durante todo el mediodía (la mano por poco se nos va a la V de “velada”), aunque su magisterio rayó más alto que nunca a la altura de Que yo no lo sabía. El rubio jefe de filas se había levantado para estirar las piernas, pero acabó acuclillado frente a un grupo de fans de dos o tres añitos que se habían quedado hipnotizados frente al escenario. Atónitos con una primera experiencia que, si no alcanzan a recordar por sí mismos, alguien debería haber inmortalizado gráficamente.

“Nos flipa tocar para niños y para los niños que todos los adultos llevamos dentro”, resumió el cantante barcelonés, propenso siempre a engatusar a los churumbeles; natural y encantador cada vez que se dirigía a esos niños y niñas que, hasta hace cuatro días mal contados, tenían proscrita la entrada a las salas de conciertos. Pero las cosas de la vida, alguna rara vez, evolucionan un poquito a mejor. Lo suficiente como para que los cuatro paquidermos adultos interpretaran el bis Descargas eléctricas con el escenario atestado de vástagos emocionados y sonrientes. Uno de ellos, incluso, en el regazo del propio vocalista.

Antes habían acontecido muchas otras canciones. Casi todas hermosas. Prácticamente todas con los sentimientos a flor de piel. Lo pensábamos a la altura de Que todo el mundo sepa que te quiero. Las letras de esta buena gente son tan inequívocas, tan eufóricas y tan amorosas, “desde el segundo cero”, que remiten al más indisimulado pop melódico y romántico de cuarenta y tantos años atrás, entre Nino Bravo y Camilo Sesto. Sin pudor, sin temor, sin rubor. Y con la afectación debida, claro, que para eso se pregona el amor a los cuatro vientos y con la úvula inflamada en el epicentro de cada garganta.

Hubo un temerario homenaje a Gloria Fuertes (“Una escritora muy sabia y muy importante, que realizó una labor maravillosa”) con Un globo, dos globos, tres globos, sintonía televisiva que solo podían recordar quienes acreditaran cuarenta y bastantes primaveras en el DNI. Si el explícito reconocimiento coloca a Elefantes en alguna lista negra dominical, mala suerte. Y hubo, claro, el merecido tributo a José Luis Perales, porque eso de “Te quiero, como la tierra al sol” era, con tres décadas de antelación, una elefantada de libro.

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Por haber, hubo hasta una insólita canción de amor hacia las mascotas, Perro Bambi, que casi nunca suena en los conciertos y que terminó con una catarsis colectiva de ladridos: como cuando el saxofonista Paul Winter, tantos años atrás, invitaba a sus oyentes a aullar en homenaje al hermano lobo. Elefantes son así: unos firmes defensores del amor a raudales. En cualquier dirección. Sin distingos de edad ni destinatarios. Porque nuestro niño interior también se merece, claro que sí, alguna carantoña.

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