ROCK

Evasión por bandera

Kongos se sobrepone a la pobre entrada en la Sala Arena con un concierto festivo, saltarín y eufórico

Concierto de Kongos en la sala Arena de Madrid. F. N.

Kongos hacen música que sueña con estadios, pero este sábado tuvieron que lidiar con los escasos 200 espectadores (aquí sí podemos hablar de fieles) que asomaron por la Sala Arena. Hay pinchazos y aguijonazos, y la presentación madrileña de su reciente Egomaniac se encuadra en el segundo grupo, pero a los cuatro hermanitos sudafricanos tendremos que agradecerles siempre que no se arredrasen. Al contrario: el concierto resultó vivificante, arrollador, un chispazo eléctrico. La muy expansiva familia afinc...

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Kongos hacen música que sueña con estadios, pero este sábado tuvieron que lidiar con los escasos 200 espectadores (aquí sí podemos hablar de fieles) que asomaron por la Sala Arena. Hay pinchazos y aguijonazos, y la presentación madrileña de su reciente Egomaniac se encuadra en el segundo grupo, pero a los cuatro hermanitos sudafricanos tendremos que agradecerles siempre que no se arredrasen. Al contrario: el concierto resultó vivificante, arrollador, un chispazo eléctrico. La muy expansiva familia afincada en Arizona sabe permanecer unida cuando vienen mal dadas.

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En realidad, Johnny, Dylan, Jesse y Daniel Kongos —de izquierda a derecha en el escenario— lo tienen casi todo para lograr los favores de un público de amplio espectro. Son rítmicos y sudorosos, recurren tanto al coreo enfático de Coldplay como al pop-rock eufórico de un Sam Roberts, y el ingrediente fraternal pone en bandeja los paralelismos con Kings of Leon. Todos cantan con abrumadora solvencia y Dylan, el más fotogénico de los cuatro, es un bajista de pulso salvaje. Y la velada transcurre razonablemente bien, salvo por algún exceso de melaza con el que Daniel, el guitarrista, se aproxima a los bastante más repelentes territorios de Brandon Flowers.

El acordeón de Johhny aporta ese regusto sudafricano que Paul Simon descubrió al mundo en los tiempos de Graceland y que aquí se traduce en jitazos polirrítmicos como I don’t mind. “A los españoles os gusta bailar y acercaros, no seáis tímidos”, incitaban los chicos, abonados al buenrollismo permanente, a esa evasión de la que hacen bandera en It’s a good life. El único problema de tanta energía es la ausencia de contraste, la sucesión de estribillos a voz en cuello, la renuncia al matiz. Por lo demás, que viva el reggae (I wanna know) y que no paren los brincos de estos mozos infatigables.

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