ROCK Toundra

Reválida con limitaciones

El cuarteto madrileño instrumental se gradúa en el Barclaycard Center, a falta de encontrarle matices a su ‘metal’ apoteósico

El grupo Toundra. Carlos Rosillo

Hay un trasfondo realmente hermoso en la historia de Toundra. Cualquier futurólogo que tres años atrás hubiese pronosticado su irrupción del sábado en el Barclaycard Center, incluso en el formato de 3.000 espectadores, habría sido sospechoso de consumir opiáceos. Resulta estimulante, por insólito, el triunfo de este cuarteto que apuesta por un post-hardcore instrumental, de extensos desarrollos y títulos evocadores. Espoleados por el boca a boca y un pundonor admirable, los madrileños concibieron la cita como una reválida y no escatimaron en esfuerzos. Dispusieron tres bandas cómplice...

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Hay un trasfondo realmente hermoso en la historia de Toundra. Cualquier futurólogo que tres años atrás hubiese pronosticado su irrupción del sábado en el Barclaycard Center, incluso en el formato de 3.000 espectadores, habría sido sospechoso de consumir opiáceos. Resulta estimulante, por insólito, el triunfo de este cuarteto que apuesta por un post-hardcore instrumental, de extensos desarrollos y títulos evocadores. Espoleados por el boca a boca y un pundonor admirable, los madrileños concibieron la cita como una reválida y no escatimaron en esfuerzos. Dispusieron tres bandas cómplices (Viva Belgrado, Jardín de la Croix y Alcest), un bello despliegue en luminotecnia y hasta una pequeña orquesta elevada sobre una plataforma para enfatizar los momentos más monumentales. La fiesta de graduación resultó exitosa, pero algo agridulce: a mayor grandilocuencia, más quedan al descubierto las limitaciones de la banda.

Toundra ha interiorizado las enseñanzas del metal y despliega un sonido visceral y enérgico, con grandes crescendos épicos que eclosionan en sucesivas apoteosis. La orquesta subraya sin servir de contrapunto, añade artillería al arrebato pero no lo logra matizar. El problema de partida radica en aquellos temas que, carentes de desarrollo, recorren el camino de la nada a ninguna parte. Toundra aporta ruedas armónicas, sagaces cambios de ritmo y descargas súbitas, pero la sensación es que al ruido le falta a veces su correspondiente nuez.

Seamos indulgentes con esos violines que sonaban como gatos a los que les pisaran el rabo (Viesca) o con un presunto réquiem a ritmo de vals. Nos quedamos con las furibundas distorsiones de Marte, el exquisito punteo inicial de Strelka (con David Maca transformando su apellido en Gilmour), el pasaje central de Zanzíbar o la química de unos músicos que en escena se desafían, contornean y revuelven de manera casi icónica. Les queda mucho que contar, incluso sin palabras. También un amplio margen para pulir.

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