Opinión

Una casita en Canadá

El intento de Iceta de alejar el balón soberanista de su propia portería ha provocado reacciones de alarma cuya desmesura las convierte en muy significativas

Según ya he comentado alguna otra vez, últimamente la búsqueda de modelos foráneos para resolver la cuestión catalana ha cambiado de campo. Era tradición inveterada que fueran los nacionalistas quienes tratasen de hallar inspiración en Irlanda, Quebec, Lituania o Montenegro. En cambio ahora son los unionistas más ilustrados (el marco referencial del PP y de Ciudadanos se circunscribe al Boletín Oficial del Estado), es decir, los socialistas catalanes, quienes practican ese ejercicio. En 2012 su entonces portavoz en la Ciutadella, Xavier Sabaté, sugirió fijarse en el Estado Libre de Baviera. En...

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Según ya he comentado alguna otra vez, últimamente la búsqueda de modelos foráneos para resolver la cuestión catalana ha cambiado de campo. Era tradición inveterada que fueran los nacionalistas quienes tratasen de hallar inspiración en Irlanda, Quebec, Lituania o Montenegro. En cambio ahora son los unionistas más ilustrados (el marco referencial del PP y de Ciudadanos se circunscribe al Boletín Oficial del Estado), es decir, los socialistas catalanes, quienes practican ese ejercicio. En 2012 su entonces portavoz en la Ciutadella, Xavier Sabaté, sugirió fijarse en el Estado Libre de Baviera. En fechas recientes, Miquel Iceta ha hablado del “modelo” o la “solución canadiense”.

Precisemos a qué se refiere el primer secretario del PSC, porque no creo que los canadienses se reconociesen en sus palabras. Según Iceta, una vez tramitada en las Cortes la reforma constitucional que el PSOE propugna (con qué alcance y con qué aliados, eso se ignora) y celebrado el imperativo referéndum en toda España, si en Cataluña ganase el no, entonces cabría la posibilidad de organizar otro plebiscito sólo para los catalanes, con normas inspiradas en la ley canadiense sobre la Claridad Referendaria. Una ley, por cierto, el alcance y la interpretación de la cual son objeto de áspera controversia jurídica y política en Canadá desde que se promulgó, en 2000.

O sea, que la sugerencia de Miquel Iceta no sólo es de una vaguedad conceptual extrema sino que, además, remite la hipotética consulta en Cataluña casi ad calendas graecas: al menos dentro de cuatro o cinco años, según sus propios cálculos. Y, sin embargo, el intento del líder del PSC de alejar el balón soberanista de su propia portería (que ha encajado ya demasiados goles a lo largo de este match) ha provocado reacciones de alarma cuya desmesura las convierte en muy significativas. Con el hábil regate de Pablo Iglesias encargando a Iceta y Xavier Domènech negociar sobre el referéndum catalán que exige Podemos, la alarma ha devenido pánico.

Sí, admitamos que un pánico impostado en el caso del PP, que corrió a pintar a un Pedro Sánchez cautivo de los radicales de izquierda y los separatistas, dispuesto a pignorar la unidad de la patria para poder alcanzar La Moncloa. Temor algo más genuino por lo que se refiere a Ciudadanos, que advirtió rápidamente al PSC y luego al PSOE —no vayan a escapársele los rehenes— contra cualquier veleidad, giro, matiz o rectificación en el rechazo de que los catalanes puedan decidir, ni ahora ni nunca, sobre su futuro estatus territorial.

Lo más llamativo, con todo, ha sido la reacción entre los líderes territoriales del socialismo español, esa levée de boucliers —por decirlo en francés— que, más allá de filtraciones y rumores, flotó en el ambiente del Comité Federal celebrado el pasado sábado. Contemplado desde la observación externa, resulta en verdad impresionante que ni siquiera el nuevo PSC, depurado ya de casi toda la ganga catalanista, merezca la plena confianza de los boyardos del PSOE. Pase que no se fiaran de Raimon Obiols, de Joaquim Nadal, de Pasqual Maragall, incluso de Pere Navarro... Pero, ¿de Miquel Iceta? ¿Del aparato químicamente puro? ¿Del mejor aliado de Pedro Sánchez? Claro que tal vez sea esto último, precisamente, lo que alimenta el recelo de los barones...

Iceta, escurridizo como una anguila, ya se ha puesto a salvo: su entrevista con Xavier Domènech —cabeza visible, para Ferraz, de las “posiciones independentistas de En Comú Podem”— no debe suscitar expectativas, porque no desembocará en acuerdo alguno; y la investidura de Pedro Sánchez debería obviar el problema catalán.

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¿Obviarlo? Se entiende que, maestro del tacticismo, el líder del PSC intente apartar ese obstáculo del camino del PSOE hacia el gobierno. Pero, más allá de las personas y sus destrezas, ¿no es triste que la política española —la vieja y gran parte de la nueva, confundidas— sea incapaz de dar una respuesta constructiva, propositiva a la demanda democrática del 48% de los catalanes? ¿No es grave que, apenas oído el gentilicio canadiense, a la cúpula del PSOE se le aparezca el fantasma de un referéndum a la quebequesa y, en consecuencia, cargue la artillería?

Si a partir sólo de unas cautas palabras de Miquel Iceta, los dirigentes del PSOE ya “recelan de posibles cesiones a Cataluña”, ¿cómo puede este sistema político seducir a un 60% de los catalanes y desactivar así el independentismo?

Joan B. Culla es historiador.

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