CAFÉ DE MADRID

Seis letras

La ciudad de museos, bulevares, fachadas viejas y la nervadura de sus subterráneos en colores; la universitaria de bufanda y el funcionario en bicicleta

Madrid de lejos parece ya el remanso de una vida que se renueva cada amanecer. Con los horarios volteados, quien se aleja de Madrid sabe que el atardecer de lilas al óleo podría confundirse con un mediodía en México, si no fuera por los climas y los acentos. Las seis letras de la maravilla de su M, la A de andoba por ser algo pintilla, la primera D que recuerda el alma que lo da, la risueña R como greguería de Gómez de la Serna, la inmortalidad que se cifra en cada I y otra D, por si acaso queda duda de que aquí lo que sobra es dignidad.

Hay días que cualquiera se siente Pep...

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Madrid de lejos parece ya el remanso de una vida que se renueva cada amanecer. Con los horarios volteados, quien se aleja de Madrid sabe que el atardecer de lilas al óleo podría confundirse con un mediodía en México, si no fuera por los climas y los acentos. Las seis letras de la maravilla de su M, la A de andoba por ser algo pintilla, la primera D que recuerda el alma que lo da, la risueña R como greguería de Gómez de la Serna, la inmortalidad que se cifra en cada I y otra D, por si acaso queda duda de que aquí lo que sobra es dignidad.

Hay días que cualquiera se siente Pepe Blanco y canta por lo bajito esas coplas que para muchos no son más que cursilería de películas viejas, pero algo tienen las distancias que de pronto perfilan a las querencias entrañables como espacios absolutamente ajenos al peyorativo simplón de lo cursi. Madrid de lejos se camina en sueños y se sabe de memoria, se pinta sola y no deja de cambiar —Madrid que cambias— con las pocas horas que se le deje de mirar.

Ciudad despierta en medio de un paisaje que parece siempre la noche de una inmensa manta de ocres campos inabarcables de Castilla filtrados en vocales calladas, ligeras lloviznas y el frío que baja de la sierra para abrazarle las calles y aceras como piel helada. Madrid que anochece temprano y se duerme despierta y sin aviso por unos segundos a media tarde, el vaho de sus cafeterías, la sonrisa abierta de sus plazas y los párpados de sus balcones con persianas.

Madrid de brazos abiertos en las aguas que la bañan, en los pulmones de sus paseos y el parque como corazón en el centro. La ciudad de museos, bulevares, fachadas viejas y la nervadura de sus subterráneos en colores; la universitaria de bufanda y el funcionario en bicicleta, el lector de las fachadas y la bibliotecaria de mármoles, el catre que cumple cien años y los trenes que no merecen cesar. Las prisas que andan en bicicleta y los ejércitos de perritos falderos, las castañas en las esquinas, las luces por doquier, el callejón de lo que no se dice, la pancarta de lo que se canta a voz en cuello.

Aquí los libros que hablan de Madrid de lejos, las páginas de sus pretéritos y las ganas de llorar. La calle que llevaba tranvías y los fantasmas de otra Navidad. El lector de sus entrañas y los habitantes de sus círculos concéntricos, los colores de sus nubes y los retratos al carbón, las cuestas y recovecos, la piedra intacta de los siglos y el sabor de las violetas como secreto de cada paladar… Porque Madrid se extraña tan fácilmente que al menos se intenta deletrear.

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