CRÍTICA | VETUSTA MORLA

Raros son los días

El sexteto madrileño se sobrepone al desasosiego y al pobre sonido gracias a su enorme talento para retratar las ansias de rebelión

El cantante de Vetusta Morla, Juan Pedro Martín, en el concierto del viernes en Madrid. JUANJO MARTÍN (EFE)

Tan extensa y fructífera ha resultado la gira de La Deriva, el tercer disco de Vetusta Morla, que sirve como reflejo de la furia enfurruñada de hace un par de años y de la perplejidad temerosa que a ratos nos atenaza en estos días raros. El fin de fiesta que se preveía pletórico en el Barclaycard Center, con 24.000 espectadores entre ayer y hoy, despegó algo destemplado en la primera de las citas, por las largas colas de acceso y el malestar que Pucho, poco amigo de los parlamentos solemnes, atinó a resumir: “Mil gra...

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Tan extensa y fructífera ha resultado la gira de La Deriva, el tercer disco de Vetusta Morla, que sirve como reflejo de la furia enfurruñada de hace un par de años y de la perplejidad temerosa que a ratos nos atenaza en estos días raros. El fin de fiesta que se preveía pletórico en el Barclaycard Center, con 24.000 espectadores entre ayer y hoy, despegó algo destemplado en la primera de las citas, por las largas colas de acceso y el malestar que Pucho, poco amigo de los parlamentos solemnes, atinó a resumir: “Mil gracias por la valentía de venir esta noche para celebrar la vida y la humanidad. Es mucho mejor esto que quedarse en casa”.

El esplendor del sexteto madrileño y su absoluta vigencia son una de las mejores noticias del rock en castellano en los últimos lustros. Sobre todo porque Guille Galván, Juanma Latorre y compañía han seguido construyendo canciones sin miramientos ni tacticismos, volcando solo su instinto asombroso para retratar estados de ánimo colectivos: el miedo, el valor, la rebelión, las incertidumbres, el pálpito compartido.

Que composiciones complejas, ambiciosas y de pulsión poética elevada permitan llenar tres veces en un año el Palacio de los Deportes implica un enorme don de empatía. No demandan una interpretación literal, pero acaban enardeciendo por ósmosis: tras el aturdimiento inicial, la concatenación el viernes de Lo Que Te Hace Grande (“No hay ley ni gravedad / que te pueda hacer caer / aunque tiren a dar”) y Fuego, tan brechtiana, acabaron por curar todos los males e inducir una gran marea de brazos al viento.

Tuvieron que lidiar también con un sonido apelmazado y torpe, que engulló las excelentes líneas de bajo de Álvaro Baglietto en las primeras piezas y no fue más piadoso con los metales que intentaban adornar Saharabbey Road y Maldita dulzura. Hasta Pucho debió de perder el retorno durante una estrofa de Un día en el mundo (“¡Menos mal que os la sabéis!”). Pero la banda tiene un argumentario abrumador para los contratiempos. Así, el estreno en Madrid de esa preciosidad absoluta que se titula Profetas de la mañana, la capacidad infinita de Copenhague como catalizador de emociones o, ya casi en los estertores, el alarido colectivo que hace de Valiente un sinónimo perfecto de la catarsis.

Frente al imborrable concierto del 23 de mayo, inmortalizado en ese doble álbum (15.151) que pulverizó 30.000 ejemplares en solo dos días, puede que nuestro ánimo haya mudado de la primavera de Carmena a los cuarteles de invierno. Raros son los días que nos han tocado vivir, parafraseando ese fascinante himno in crescendo con el que volvieron a cerrar su comparecencia. Pero, incluso con los condicionantes en contra, es tan intenso su latido como para que, a la salida, centenares de aficionados siguieran coreando en plena calle ese “lo lololo loló” de Saharabbey Road. Ese sí que es un triunfo de la vida.

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