Carnalidad vigorosa

A un paso ya de los 70 años, la redescubierta dama de Detroit esconde fiereza y hondura en su cuerpo diminuto

Betty LaVette en el escenario del Teatro Lara en Madrid. Jaime Massieu

Extendía Betty LaVette sus brazos desde el centro del escenario del Teatro Lara, unas extremidades frágiles y huesudas, pero el calor de esas manos parecía ofrecer cobijo a todo el absorto patio de butacas. Fascinó durante toda la noche del miércoles cómo el cuerpo de una mujer diminuta y al borde mismo de su séptima década podía albergar tanta pasión, una carnalidad tan vigorosa. Pero cada vez son más los artistas de soul (Sharon Jones, Lee Fields, Sonny Knight, Charles Bradley) a los que solo descubrimos en el otoño de sus días. Y bien afortunados que nos podemos considerar.

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Extendía Betty LaVette sus brazos desde el centro del escenario del Teatro Lara, unas extremidades frágiles y huesudas, pero el calor de esas manos parecía ofrecer cobijo a todo el absorto patio de butacas. Fascinó durante toda la noche del miércoles cómo el cuerpo de una mujer diminuta y al borde mismo de su séptima década podía albergar tanta pasión, una carnalidad tan vigorosa. Pero cada vez son más los artistas de soul (Sharon Jones, Lee Fields, Sonny Knight, Charles Bradley) a los que solo descubrimos en el otoño de sus días. Y bien afortunados que nos podemos considerar.

Asombra que LaVette, una dama que aúna la fiereza de Tina Turner y la hondura de Etta James, no encontrase una discográfica estable durante los sesenta y acabara difuminándose una década más tarde tras una fabulosa (y libérrima) lectura de Heart of Gold, de Neil Young. Sonó esa pieza en el Lara, expectante como solo se puede estar cuando se dirimen las grandes ocasiones, y no fue la única versión de la velada. Porque Bettye sabe bien cómo apoderarse de repertorio ajeno y alejado, una virtud particularmente gozosa en el caso de Isn’t It a Pity (George Harrison): cada frase era una aventura impredecible y cada repetición del título (“¿no es una pena?”), la radiografía de un sollozo.

Bromeó nuestra protagonista sobre sus años mozos en Detroit, “una ciudad donde existen más cosas que Motown”, y su discurso siempre pareció más cerca de, digamos, Knock on Wood que You Can’t Hurry Love. O de mujeres como Lucinda Williams, de la que reinventó Joy y a la que, siempre risueña, alabó como una de las pocas “jovencitas” que podía hacerle sombra. Hace bien LaVette en tirar de orgullo: hay que tener arrestos para terminar, al filo de la medianoche, con un I Do Not Want What I Haven’t Got sin instrumentos, y casi sin micrófono, y salir airosa del trance.

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