Columna

El acabóse del querer

El ídolo neoyorquino despliega su cúmulo de excesos ante 25.000 fieles entregados a la causa

Marc Anthony, durante el concierto en el estadio Vicente Calderón.ALBERTO MARTÍN (EFE)

Yerraron los escépticos sobre la capacidad de convocatoria de Marc Anthony, un hombre al que nunca se le presupuso excesivo carisma, capacidad de ofrecer algo remotamente novedoso en la salsa o especial garbo en el arte del contoneo pélvico. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen, y en este caso incluso humedeció los labios de una mujer, Jennifer López, que en comparación se antoja divertidísima, casi revolucionaria. 25.000 espectadores, con notable mayoría latina, agotaron las entradas el sábado en el Vicente Calderón y renovaron el fervor por el hombre de la camiseta blanca, guerrera az...

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Yerraron los escépticos sobre la capacidad de convocatoria de Marc Anthony, un hombre al que nunca se le presupuso excesivo carisma, capacidad de ofrecer algo remotamente novedoso en la salsa o especial garbo en el arte del contoneo pélvico. Pero algo tendrá el agua cuando la bendicen, y en este caso incluso humedeció los labios de una mujer, Jennifer López, que en comparación se antoja divertidísima, casi revolucionaria. 25.000 espectadores, con notable mayoría latina, agotaron las entradas el sábado en el Vicente Calderón y renovaron el fervor por el hombre de la camiseta blanca, guerrera azul y fugaces gafas oscuras. Tórrida noche capitalina: nunca se vio semejante concentración de mujeres con tacones que infringían la ley de la gravedad.

Aunque la sonorización del coliseo atlético no resulta sencilla, los técnicos tiraron por la calle del medio: que se escuche por todo lo alto al jefe, aunque para ello reduzcamos a murmullo su amplia cohorte de metales, coros y percusiones. Las gradas repetían No se oye mientras Anthony desplegaba su torería de gestos sobreactuados y una voz torrencial que a veces incurre en el gorgorito. Las baladas suenan engoladas a nuestros oídos, e incluso lo que podrían ser destellos de clase, como el solo de violín en Hasta ayer, se convierte en un tormento exhibicionista (el castigo sería parejo con la percusión de Contra la corriente).

Entre exceso y exceso, lírico o vocálico, emergen también episodios de altura salsera (Flor pálida, Qué precio tiene el cielo). Pero cuando el vuelo parece remontarse e incluso se han equilibrado los niveles sonoros, acontece uno de esos medleys (vulgo: popurrís) de baladas; entre ellas, oh, Y cómo es él. Y todo vuelve a parecer más empalagoso que una fábrica de cupcakes. Tanto como ese homenaje a los fieles, Mi gente, con el que el neoyorquino puertorriqueño cierra a falta de los bises. Anthony se quiere, nos quiere, quiere que nos queramos. Es el acabóse del querer.

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