Opinión

El alma y el envoltorio

El Cirque du Soleil es al circo lo que las películas de Disney al cine de animación

Álvaro García

El Cirque du Soleil es al circo lo que las películas de Disney al cine de animación. Su marca está presente en todo el mundo, y la compra a ojos cerrados ese público amplio al que el circo no le gusta, seguramente porque lo conoce apenas o porque tiene de este arte sin musa la imagen desgastada que en España ofrecieron una mayoría de circos en los años setenta, cuando, para sobrevivir a la competencia que la televisión les hacía, minusvaloraron el lenguaje que les es propio y repoblaron la pista con personajes de teleserie o con celebridades ajenas al universo circense.

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El Cirque du Soleil es al circo lo que las películas de Disney al cine de animación. Su marca está presente en todo el mundo, y la compra a ojos cerrados ese público amplio al que el circo no le gusta, seguramente porque lo conoce apenas o porque tiene de este arte sin musa la imagen desgastada que en España ofrecieron una mayoría de circos en los años setenta, cuando, para sobrevivir a la competencia que la televisión les hacía, minusvaloraron el lenguaje que les es propio y repoblaron la pista con personajes de teleserie o con celebridades ajenas al universo circense.

Lo que distingue al Cirque du Soleil de la mayoría de circos es su planteamiento empresarial expansivo, propio de las grandes industrias, y el envoltorio con el que sirve los números que contrata. Esa estética suya a caballo entre las de Disney, Tolkien, la new age y los shows de los hoteles de Las Vegas es la fosforescencia que atrae al público a la carpa, aunque la pericia de los artistas sea el panal que lo retiene.

Los directores de escena invitados a levantar los nuevos espectáculos de Soleil deben de moverse dentro de tales parámetros: algunos lo hacen con más elasticidad (Finzi Pasca, autor de Corteo, lo mejor que de Soleil ha pasado por España, probablemente), en tanto que otros se pliegan a ellos, como es el caso de Fernand Rainville y Diane Paulus, responsables máximos de este Amaluna, cuya dramaturgia, delgada como papel de fumar, alude a personajes y circunstancias de La tempestad y de Romeo y Julieta.

Entre mucha coreografía, una luminotecnia omnipresente y una música menos pan de azúcar que la que suele en espectáculos anteriores, en Amaluna se singularizan la actuación de la fantástica verticalista Yuliya Mijailova, cuyos equilibrios sobre bastón, con una mano sola o marcando las doce y media sobre un pie, cual Silvie Guillem, son haikus encadenados; los malabares de Viktor Kee, el hombre lagarto de las muñecas de goma, capaz de colocar al vuelo las cinco pelotitas en línea sobre su columna vertebral, cual cresta de Styracosauro; las proezas que Evgueny Kurkin hace en el mástil chino sin gota de sudor ni asomo de esfuerzo; la elegancia de Andréanne Nadeau en el aro, y el número zen de Laura Jacobs, que obliga al público a cambiar el chip y a entrar en un tempo lento mientras entreteje en el éter una metáfora de la interdependencia de las especies de un ecosistema: todas juntas, vuelan; cuando quita una, aquello se derrumba como se derrumbó un día el mundo anterior a la revolución industrial. Tópicas, pero bien ejecutadas, las entradas de payasos.

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