Opinión

El sosiego del hombre sabio

El mítico cantautor, arropado por una banda magnífica, repasa la música estadounidense de raíz con la misma voz cálida de 1968

Avanza James Taylor por el centro del escenario como un granjero humilde -el traje gris, la sonrisa franca, la visera que esconde su cráneo desnudo- y entran ganas de llevárselo a casa. A sus 67 años y con casi medio siglo de canciones sustanciales podría encontrar motivos para la petulancia, pero su calidez en el trato solo es homologable a la que aún le emana de la garganta. Porque el de Boston, digámoslo enseguida, acredita una forma asombrosa, no rehúye las notas más agudas ni delega en nadie el ejercicio guitarrístico. Solo él sabe morder los arpegios como los muerde, con esos pe...

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Avanza James Taylor por el centro del escenario como un granjero humilde -el traje gris, la sonrisa franca, la visera que esconde su cráneo desnudo- y entran ganas de llevárselo a casa. A sus 67 años y con casi medio siglo de canciones sustanciales podría encontrar motivos para la petulancia, pero su calidez en el trato solo es homologable a la que aún le emana de la garganta. Porque el de Boston, digámoslo enseguida, acredita una forma asombrosa, no rehúye las notas más agudas ni delega en nadie el ejercicio guitarrístico. Solo él sabe morder los arpegios como los muerde, con esos pellizcos inconfundibles entre un millón. Taylor ofreció 22 temas casi siempre excelentes (entre ellos, tres estrenos: atención a Stretch of the highway), regaló inyecciones de bonhomía (difícil no reconciliarse con la vida tras la bellísima Shed a little light) y suscitó un reguero colectivo final de lágrimas con You’ve got a friend, mil veces oída y otras tantas sollozada.

Puede que el autor de Sweet baby James haya escrito la misma canción muchas veces, como él mismo insinuó al presentar Lo and behold, y era llamativo el parecido entre las dos primeras piezas del concierto, la icónica Something in the way she moves (1968) y la aún inédita Today, today, today. Pero no esperamos de Taylor grandes rebeliones estéticas, sino el hondo latido sentimental que emana de Wandering o Millworker, las sutiles pinceladas de guitarra y piano en Carolina in my mind, la sorprendente improvisación vocal que enriquece Country road. James transmite el sosiego del hombre sabio: habrá cantado hasta la saciedad Handy man, pero hay emoción sincera en esas prodigiosas armonías a cuatro voces.

Todo resulta más sencillo, cierto, con los tres cantantes y cuatro ilustres músicos que le arropan. Pero también sucede que nuestro protagonista, sin proponérselo, ofrece un enciclopédico repaso por la música estadounidense de raíz: no solo country y folk, sino también blues (en Steamroller incluso empuña una guitarra eléctrica), soul y guiños al gospel (Shower the people). La butaca en la abarrotada platea del Nuevo Apolo rozaba los 120 euros, pero intuimos que nadie regresó a casa arrepentido.

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