rock vetusta morla

Lírica para los malos tiempos

El sexteto madrileño se retrata en estado de gracia con un concierto intenso y comprometido, pese a la acústica demencial de La Riviera

Lo dijeron ellos mismos en uno de sus primeros temas, ya casi convertido en clásico: ser valiente no es solo cuestión de suerte. Influyen también el coraje, la actitud, los arrestos, y ellos lo acreditan todo. Holgadamente asentados en la cúspide del rock nacional, los madrileños Vetusta Morla se han permitido la osadía (y, suponemos, el gustazo) de entregar un disco que no es complaciente con nadie: ni con ellos mismos, más crudos y explícitos de lo presumible; ni con el oyente, enfrentado a un salto mortal no tan pequeño; ni con el público que anoche volvió a abarrotar La Riviera y al que su...

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Lo dijeron ellos mismos en uno de sus primeros temas, ya casi convertido en clásico: ser valiente no es solo cuestión de suerte. Influyen también el coraje, la actitud, los arrestos, y ellos lo acreditan todo. Holgadamente asentados en la cúspide del rock nacional, los madrileños Vetusta Morla se han permitido la osadía (y, suponemos, el gustazo) de entregar un disco que no es complaciente con nadie: ni con ellos mismos, más crudos y explícitos de lo presumible; ni con el oyente, enfrentado a un salto mortal no tan pequeño; ni con el público que anoche volvió a abarrotar La Riviera y al que suministran La deriva en su totalidad, aun a costa de sacrificar piezas hasta ahora sagradas. Pero la excitación que los vetustos despiertan entre los suyos, esa marejada de adrenalina en que se convierten sus comparecencias, supera cualquier escollo. Asombraba comprobar cómo la parroquia ya ha interiorizado letras nada breves y aún menos sencillas, y las corean como nuevos himnos de esta primavera europea.

No suscita unanimidades, ni falta que hace, esa voz punzante y enrabietada de Pucho, tan ajena a los estándares. Pero resulta difícil negarle a este líder frenético y huesudo el don del énfasis: ni sabe ni quiere dosificarse, aletea con los brazos como un hombre pájaro, ruge y se retuerce frente al micrófono como si el mundo arribara a su fin. El cantante afronta incluso las percusiones inaugurales de La deriva, arropadas al poco por un Guillermo Galván en estado de gracia durante toda la sesión. Suyas son esas guitarras que cada vez ahorran más notas accesorias y extraen todo el calor y el acero de las sustantivas. Su principal enemigo es el execrable sonido sordo y apelmazado de La Riviera, una sala que no merece la fidelidad que le profesan estos músicos.

Al sexteto, enfrascado en la faena, solo se le puede imputar una cierta parquedad comunicativa, paliada al final con un discurso esperanzado sobre la deriva como transformación más que como pérdida del rumbo. Pero los mejores mensajes se intercalan en el repertorio, con eslóganes aún más hábiles (“Menos humos y más fuego”, “Se fueron, no hay nadie, ni el sheriff ni el alcalde”) que los de esa joven revelación de la política en la que están pensando. Vetusta Morla mira a su alrededor y no elude el puñetazo furibundo, pero fascina que haya sabido aplicar la lírica para este Instagram de los malos tiempos: Kafka parece casi coautor de Un insecto en tu pared, Brecht aviva las llamas en Fuego y a Tolstói se le saluda disimuladamente en Cuarteles de invierno. Añadan el pálpito casi popular de la exquisita ¡Alto!, la reinvención de clásicos previos (Copenhague, Sálvese quien pueda) o la apoteosis épica final de Los días raros y tendremos un concierto espléndido. Pese a La Riviera.

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