Fabra enlatado

En el presidente todo es previsible, triste, predecible

No pude ver en tiempo real el mensaje de fin de año del president Fabra. La verdad es que hice todo lo posible por no verlo. A la hora en que se emitía su grabación enlatada, yo estaba comiendo —por cierto, con guarnición también enlatada— y no quería digerir sapos.

Sé que lo hizo a través de la desconexión regional de TVE, dado que a Canal Nou le había dado semanas antes el finiquito en diferido en forma de simulación. Vamos, que la mandó a la porra. Si en la televisión autonómica casi todo era simulación, si los informativos eran simulación, entonces nuestro ...

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No pude ver en tiempo real el mensaje de fin de año del president Fabra. La verdad es que hice todo lo posible por no verlo. A la hora en que se emitía su grabación enlatada, yo estaba comiendo —por cierto, con guarnición también enlatada— y no quería digerir sapos.

Sé que lo hizo a través de la desconexión regional de TVE, dado que a Canal Nou le había dado semanas antes el finiquito en diferido en forma de simulación. Vamos, que la mandó a la porra. Si en la televisión autonómica casi todo era simulación, si los informativos eran simulación, entonces nuestro president hacía como si, aparentando en directo. La política contemporánea ha llegado a ser una lata: un teatrillo de poco relumbre.

En Nochevieja, el president Fabra hablaba, se dirigía a nosotros con puesta en escena y estudiada gesticulación. No diré coreografía porque no lo vi bailar de alegría. Estaba cenizo, como siempre, y a la vez con ganas de ser persuasivo: con ese fin, nada mejor que levantarte del sillón presidencial, quitarte el manto de armiño, la corona y el oro que te lustran para caminar hacia el pico de la mesa. Y allí se quedó, en el pico de la gran escribanía en la que firma las sentencias de muerte de las instituciones. Te sientas allí, incómodo y te descargas con una cháchara inacabable.

Te descargas de las tensiones ordinarias: desde el Gobierno de la cosa hasta las exigencias propias de un varón español. Me dicen que tiene una vida amorosa algo agitada. Yo no soy quién para proclamar eso ni para certificar la verdad de dichos bulos: que si acosos de amantes despechadas, que si despotismos de la pareja actual. Como ustedes comprenderán, yo no me imagino a nuestro representante perdiendo el tiempo en amoríos de segundo orden, cuando su cuerpo y su alma ha de entregarlos a la Comunidad Valenciana: con celo, no con celos.

Allí, en el pico de la escribanía, mientras las cámaras lo registran, Alberto Fabra nos da la lata y las gracias por haber comprendido su gestión animosa, racional, irreprochable: muchos adjetivos para un ser tan escaso, me digo. Le estás faltando, le estás faltando al respeto, me culpo.

A la vez, me contradigo: ¿qué hace saliendo por TVE? Ha de pagar el tiempo en que emplea a los técnicos; ha de abonar la puesta en escena, esto es, ha de adecentar su despacho oficial, lleno de lamparones antiguos y de muertos en el armario. Pero no me lo imagino con guantes, mono o mandil, sacando brillo a una gestión deslustrada. O desastrosa. Ya nada puede arrancarle del Infierno que el Partido Popular ha creado y al que él mismo ha contribuido.

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Me duele. Él era un chico de Castellón carente de ínfulas, un señor de provincias que esperaba llevar una vida arreglada, sin contratiempos. De repente nos lo vemos en la capital. Nos lo vemos con recursos que, dicen, no puede obtener; con obligaciones maritales que, dicen, son difíciles de satisfacer; con valencianos que, dicen, ha de engañar. Imagino la tortura por la que ha de estar pasando. Justamente por eso, me prometí no ver al president.

¿Que cómo sé todo esto que describo? Porque en Fabra todo es previsible, triste, predecible: demasiados calificativos para un autómata que disimula sus automatismos, que siempre nos da la lata.

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