Blues Brothers

La fiesta irrefutable

Rob Paparozzi es un veterano dignísimo que se entiende de maravilla con sus armónicas,y a Bobby Harden daba envidia verlo bailar y enseñar los calcetines

La banda, durante la actuación en el Teatro Circo Price EFE

Una obvia contextualización previa: John Belushi falleció hace 31 años y Dan Aykroyd vive desentendido de su faceta musical, así que hablar hoy de los Blues Brothers tiene algo de licencia poética. A ninguno de los 1.900 espectadores que asistieron el lunes al Circo Price pareció importarles estas menudencias, a juzgar por las amplias sonrisas que se contabilizaban. A fin de cuentas, Rob Paparozzi es un veterano dignísimo que ha cantado para Blood, Sweat & Tears y se entiende de maravilla con sus armónicas, mientras que a Bobby Harden daba envidia verlo bailar y enseñar los calcetines blan...

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Una obvia contextualización previa: John Belushi falleció hace 31 años y Dan Aykroyd vive desentendido de su faceta musical, así que hablar hoy de los Blues Brothers tiene algo de licencia poética. A ninguno de los 1.900 espectadores que asistieron el lunes al Circo Price pareció importarles estas menudencias, a juzgar por las amplias sonrisas que se contabilizaban. A fin de cuentas, Rob Paparozzi es un veterano dignísimo que ha cantado para Blood, Sweat & Tears y se entiende de maravilla con sus armónicas, mientras que a Bobby Harden daba envidia verlo bailar y enseñar los calcetines blancos, a lo Michael Jackson.

La formación de los Original Blues Brothers Band es variopinta, pero cualquier suspicacia se desvanece en cuanto vislumbramos la larga melena plateada y camisa floral de Steve Cropper, padre del sonido Memphis, preboste del sello Stax y firmante de algunos de los títulos más perdurables de los años sesenta.

Cropper agarra el mástil de la guitarra como quien coge el carrito de la compra, con la insultante suficiencia de quien conoce tan bien su oficio que podría tocar entre sueños. Pero la sacudida de electricidad por el espinazo se mantiene incólume desde Green onions, el célebre blues que abre boca.

 El primer tercio del concierto es comedido, con un Peter Gunn estirado en exceso y ese Messin’ with the kid en el que Paparozzi aún no parece entrar en materia. Pero a partir de Shotgun blues, la pieza favorita de Belushi, el vendaval de clásicos ya resulta incontenible. El segundo guitarrista, John Tropea, rubrica el mejor solo de la noche y el otro pata negra de la formación original, el saxofonista Lou Marini, se erige en absoluto pirómano del soul. Será él mismo quien, casi al final, protagonice el momento más cómico cuando dedica el concierto a su suegra, Mercedes. “¡La reina!”, anota en esforzado castellano.

La fiesta ya es para entonces irrefutable, una avalancha de piezas que les seguirán pareciendo vivificantes a nuestros bisnietos: Hold on I’m coming, Knock on wood o un Sweet home Chicago para el que se incorporan Red House y Ramón Arroyo (Los Secretos). Solo se queda corta de vitaminas Gimme some lovin, lejos de los aullidos originales de Steve Winwood.

Al final, la banda invita a ocho salerosos chavales caracterizados de blues brothers (traje, sombrero, gafas oscuras) a sumarse al delirio de Everybody needs somebody to love. Y todos contentos.

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