El festival de las mil pintas

Chancletas, bañadores, conjuntos de plástico, casacas de infantería ....

El festival Sónar en el recinto firalgianluca battista

Que nadie se llame a engaño: el Sónar no es un festival ni de modernos, ni de “modelnos” ni de “jipsters” —¿se dice así?—. Tras la etapa de moda que corresponde a todo festival, el Sónar ya es solo un festival, sin etiquetas que lo relacionen con grupos vinculados por consumos estacionales. Es por ello que en sus instalaciones es posible ver de todo. Por lo general ese “todo” suele estar pautado por la comodidad de los espectadores, muchos de ellos ataviados como si saliesen a pasear al perro en una noche de verano: chancletas, pantalones que desestimaría el primer Melendi, bañadores estampado...

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Que nadie se llame a engaño: el Sónar no es un festival ni de modernos, ni de “modelnos” ni de “jipsters” —¿se dice así?—. Tras la etapa de moda que corresponde a todo festival, el Sónar ya es solo un festival, sin etiquetas que lo relacionen con grupos vinculados por consumos estacionales. Es por ello que en sus instalaciones es posible ver de todo. Por lo general ese “todo” suele estar pautado por la comodidad de los espectadores, muchos de ellos ataviados como si saliesen a pasear al perro en una noche de verano: chancletas, pantalones que desestimaría el primer Melendi, bañadores estampados, camisetas recién robadas a una ONG que las destinaba al Sahel; en fin, lo que permita combatir mejor el calor que cada verano llega con el festival.

Pero mirando a los escenarios tampoco se ven atuendos de artista. Bueno, sí Christeene, un homosexual militante ¡de Austin, Tejas!, échale valor, llevaba un doble tanga con tirantes modelo Borat junto a botas de tacón de aguja que nadie entre los asistentes al festival se ha atrevido a emular. Por lo demás, exceptuando la pulsera azul que distingue a los artistas, no hay apenas diferencias entre ellos y el público. Las islandesas Sisy Ey, por ejemplo, iban más bien de público. Una vestía conjunto como hecho con el plástico negro de las bolsas de basura, otra con flecos de pionero del salvaje Oeste, nivel estiloso, y la tercera, la que recordaba a la guapa de Abba, era la única que se distinguía como artista gracias a un anillo del tamaño de un meteorito y a unos pantalones blancos que podía haber regalado Ali Babá a su novia. Por cierto, estupendo el house vocal de estas islandesas. Ah¡, y su disc-jockey lucía casaca de infantería napoleónica. Lástima, sin distintivos de grado o unidad.

Paseando entre la multitud, que como la hierba ingerida por una vaca transita entre sus cuatro estómagos, los otros tantos escenarios del Sónar; lo más divertido suelen ser las comitivas oficiales. Parecen injertos móviles de otros mundos. Las suele guiar un director del festival, y se distinguen porque sus miembros se esfuerzan en componer cara de no sorprenderse por nada, como si estuviesen curados de espantos estéticos y la secretaria de su departamento fuese a trabajar con un loro en el hombro.

Aún con todo, cuando a primera hora de la tarde de ayer Ricard Robles guiaba a uno de estos grupos de visitantes institucionales, los nervios ópticos de algunos de ellos estuvieron a punto de esguinzarse para controlar el desvío provocado por la ropa interior negra de una señorita con vestido tan calado que no parecía llevar vestido. Ricard, cicerone atento y cumplidor, hacía cara de explicar la ausencia de toxicidad de la cola usada para fijar la hierba artificial. Lo dicho, el Sónar es casa de nadie y de todos, un estatus que todo festival desea alcanzar.

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