ROCK

Argumentos para no doblar las rodillas

Lapido es a estas alturas, tras su periplo con 091 y siete entregas solistas, un artista de solvencia incuestionable

José Ignacio García Lapido es un tipo clásico y refinado hasta en las formas, que siempre cuentan. Nada de que los músicos emerjan en desfile: él mantiene el telón de la Caracol bajado y solo se abre cuando el quinteto ataca Nadie supo decirme la verdad, una de tantas buenas canciones sobre seres humanos que no saben muy bien a qué atenerse. Canciones que dudamos en catalogar como confesionales o universales porque, probablemente, sean ambas cosas. Calles de la amargura (Algo falla) en las que el rock canónico y maduro constituye el único argumento para no doblar las rodillas...

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José Ignacio García Lapido es un tipo clásico y refinado hasta en las formas, que siempre cuentan. Nada de que los músicos emerjan en desfile: él mantiene el telón de la Caracol bajado y solo se abre cuando el quinteto ataca Nadie supo decirme la verdad, una de tantas buenas canciones sobre seres humanos que no saben muy bien a qué atenerse. Canciones que dudamos en catalogar como confesionales o universales porque, probablemente, sean ambas cosas. Calles de la amargura (Algo falla) en las que el rock canónico y maduro constituye el único argumento para no doblar las rodillas.

Lapido es a estas alturas, tras su periplo con 091 y siete entregas solistas, un artista de solvencia incuestionable. Y ello encierra un peligro: a la vista de su exiguo margen de error, el suyo pudiera parecer un oficio sencillo. Él mismo huye de cultivar la primera persona y se considera un creador predecible. Quizás sea la única objeción reseñable, que en hora y media de concierto no encontremos ningún estribillo chocante, imprevisto. Pero el granadino escribe desde la honestidad de quien ha escuchado abundante rock americano (a ser posible, con varias décadas de solera) y tira muchos versos a la papelera porque no se resigna a la obviedad.

Parco en palabras y elegante en su estampa de rockero con trienios –camisa negra, americana oscura, patilla larga-, Ignacio tenía nuevo disco que mostrar, Formas de matar el tiempo, y lo hizo sin rodeos, entregando de corrido nueve de sus diez títulos: ecos de Springsteen en La ciudad que nunca existió, estupendos solos de guitarra y órgano para Un día de perros, la pegada contagiosa de Cuando por fin, una de las que a Quique González le encantaría firmar. Y la exquisita Muy lejos de aquí, con las mejores imágenes poéticas (tren en vía muerta, sonámbulos en la tormenta) del disco.

Para el final quedaron la escala en 091 (Zapatos de piel de caimán) o la euforia de Cuando el ángel decida volver. Lapido se ratifica como cronista de incertidumbres y perplejidades, rehúye la doctrina y afronta el vértigo de la segunda y última vuelta de la vida. Pero se resiste a aceptar el brutal axioma de Robert Lowell: si vemos la luz al final del túnel es porque viene el tren. Él prefiere aferrarse (Cosas por hacer) a un postrero atisbo de esperanza. Aunque sea cerrando los ojos.

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