crítica| pop

Con su frágil calidez

El madrileño Guillermo Farré regresa a la escena con un repertorio tan cándido y soleado como el anterior, pero más versátil y rítmico

Guillermo Farré se nos mostró anoche en el Teatro Lara en plena fase expansiva. El menudo y muy melómano músico madrileño detrás de Wild Honey se había guarecido en su habitación hace tres años para su debú, un legítimo ensimismamiento autogestionario. Pero para este muy notable Big flash que estrenaba ayer se ha echado el petate al hombro y enriquecido con el viaje.

El repertorio es tan cándido y soleado como el anterior, pero más versátil y rítmico. En algún momento, muy brillante. Y no solo porque Tim Gane (Stereolab) sea su exquisito productor, sino porque Farré ha ganado e...

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Guillermo Farré se nos mostró anoche en el Teatro Lara en plena fase expansiva. El menudo y muy melómano músico madrileño detrás de Wild Honey se había guarecido en su habitación hace tres años para su debú, un legítimo ensimismamiento autogestionario. Pero para este muy notable Big flash que estrenaba ayer se ha echado el petate al hombro y enriquecido con el viaje.

El repertorio es tan cándido y soleado como el anterior, pero más versátil y rítmico. En algún momento, muy brillante. Y no solo porque Tim Gane (Stereolab) sea su exquisito productor, sino porque Farré ha ganado en bagaje y aromas, incluso en presencia escénica. Es un treintañero que aparenta diez años menos, lo que acaso contribuya a esa perenne jovialidad de su cancionero. Pero ya no se muestra tan modosito: tiene a seis intérpretes a su cargo y manda él.

Guillermo Farré se empapa en toda la música que, a partir de Beach Boys y Burt Bacharach (con derivaciones en la bossa nova) indagó en la sucesión inesperada de acordes. Las dos excepcionales piezas inaugurales de Big flash dan la clave: An army of fat synths apunta hacia Belle & Sebastian (y, por extensión, Aberfeldy o Camera Obscura), mientras The kite & Captain John remite al fascinante universo armónico de High Llamas.

Nada supera estos dos títulos, aunque un par de piezas anteriores, Isabella y 1918-1920, gozan de merecido predicamento en una platea muy implicada. Farré practica esa belleza liviana y evanescente, de tres minutos rigurosos, tan tierna como un programa de Ed Sullivan. Una frágil calidez muy atractiva para la que, por cierto, merecía una oportunidad el castellano.

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