Opinión

Aparato y delito

"En política hay desechos, falta coraje y escasea la imaginación"

Un valenciano de a pie acude al centro de la ciudad. Vamos a llamarle el Paseante. El Paseante camina y sortea multitudes, carpas y monumentos, sobrellevando sus sustos: tal es el miedo que le provocan las estampidas de los cohetes. Tras superar obstáculos consigue llegar al centro histórico. Hay numerosos visitantes y hay estrépito. Lo normal, vaya.

A dicho valenciano no le gustan especialmente las Fallas y se le nota. Teme la pólvora y las detonaciones, esa expansión del padre que con petardos ilustra y jalea al hijo. El Paseante deplora el monumentalismo, esas formas rotundas, igualm...

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Un valenciano de a pie acude al centro de la ciudad. Vamos a llamarle el Paseante. El Paseante camina y sortea multitudes, carpas y monumentos, sobrellevando sus sustos: tal es el miedo que le provocan las estampidas de los cohetes. Tras superar obstáculos consigue llegar al centro histórico. Hay numerosos visitantes y hay estrépito. Lo normal, vaya.

A dicho valenciano no le gustan especialmente las Fallas y se le nota. Teme la pólvora y las detonaciones, esa expansión del padre que con petardos ilustra y jalea al hijo. El Paseante deplora el monumentalismo, esas formas rotundas, igualmente explosivas, de la construcción fallera. Por ello se queja habitualmente de los primores decorativos: del retorcimiento, de las volutas, del ornato sobrante, del énfasis, de los ninots pintarrajeados y voluptuosos, de la actualidad oportunista. El Paseante es rarito. Lo padece como una tara íntima.

A este ciudadano, al Paseante, le tranquiliza la originalidad: no porque él sea original o extravagante, pues al fin y al cabo podría pasar por un turista común. Pero, bien mirado, es un extraño en la ciudad. O al menos así se siente. Esas explosiones auténticamente bélicas le extenúan. Hay un silencio presunto; hay una antesala amenazadora. De repente un estruendo hace saltar los nervios, el último resto de compostura humana. Pierde de inmediato el equilibrio y se pregunta por el sentido de la vida, de la existencia civilizada que le rodea. Confirma que el suelo está mugriento y pegajoso: litros de alcoholes, de orines y de aceites ensucian las aceras y las calzadas. No parece que la alcaldesa se queje al Gobierno de Madrid: de allí nos llegan todos los desechos, ¿no es cierto?

Pero los desperdicios los tenemos aquí, se nos amontonan en casa, en las instituciones políticas, y se repiten cada año: desde la corrupción edilicia hasta la sisa; desde las rutinas gubernamentales hasta el derroche. El aire viciado del interior no se ventila o al menos no acaba de ventilarse. Los partidos se cierran para evitar todo contacto, toda liberalización, toda discusión. Y los ciudadanos se decepcionan, se desentienden. Ellos sí que pierden el contacto.

El ciudadano de a pie, el Paseante, llega finalmente a su destino. A la falla Mosen Sorell-Corona. Visita el monumento. Lo primero que distingue el Paseante es que no es eso: no es un monumento, sino una pila de desechos ornamentales, toda la fanfarronería estética de esta ciudad. Por eso lo han titulado Ornament i delicte. Y descubre que es la propia casa ventilada la que vomita la basura, la que arroja. A los creadores Ibán Ramón y Dídac Ballester les ha concedido muy justamente el Primer Premi de Falles Experimentals i Innovadores. Resulta curioso: lo que era tradición —echar desperdicios para airear, para aliviarse y para quemarlos— ahora es coraje fallero, todo un alarde de imaginación. Quitarse de encima tanto aparato, tanta falsa solemnidad.

En política hay desechos, falta coraje y escasea la imaginación. Hay rutinas y aparatos inservibles. El suelo de las instituciones también está mugriento y pegajoso. Hay que airear. No pido una estampida; tampoco grandes detonaciones. Solo que se lo piensen bien. Habrá que aligerar, aventar este aire viciado: antes de que todos vomitemos.

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