crítica | danza

Por favor, que ella sea escuchada

Lisbeth Gruwez despliega en un comprometido montaje su manifiesto contra los predicadores

Desde que el mundo es mundo, desde que tenemos conciencia de la danza moderna y contemporánea, un cierto arte escénico contestatario tiene toda la razón de ser y de existir. No es necesario inventarlo, pues hay artistas medularmente honestos y audaces que se han lanzado en esa a veces loca carrera contra las circunstancias o a tenor de un río revuelto. Puede ser la confusión de los tiempos, para decirlo en lenguaje apocalíptico, eso que tanto gusta a los telepredicadores (una especie peligrosa y no precisamente en peligro de extinción), como este peligroso iluminado que Gruwez usa en ...

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Desde que el mundo es mundo, desde que tenemos conciencia de la danza moderna y contemporánea, un cierto arte escénico contestatario tiene toda la razón de ser y de existir. No es necesario inventarlo, pues hay artistas medularmente honestos y audaces que se han lanzado en esa a veces loca carrera contra las circunstancias o a tenor de un río revuelto. Puede ser la confusión de los tiempos, para decirlo en lenguaje apocalíptico, eso que tanto gusta a los telepredicadores (una especie peligrosa y no precisamente en peligro de extinción), como este peligroso iluminado que Gruwez usa en su estructura de manera espectacular. El título traducido literalmente reza: Las cosas se van a poner peor y peor y peor, amigo mío.No hay que ser adivino.

It's going to get worse and worse and worse, my friend

Coreografía e interpretación: Lisbeth Gruwez; sonido: Maarten Van Cauwenberghe; asistente: Caroline Mathieu; diseños: Veronique Braquinho. La Casa Encendida. Hasta el 6 de febrero.

Radical a su manera, convencida de lo que hace y de los medios que despliega, la artista belga remodela la verborrea, en sí misma despreciable, del charlatán, hasta una síntesis dura y directa al espectador. ¿En los límites del género? Puede ser. No es interesante preguntárselo. Se trata de seguir adelante y tomar posiciones ante una tragedia anunciada, se trata de compromiso.

Performer ilustrada, pos-diva depurada, con la elegancia vertical de un matador de artes clásicas, hay algo cadente pero no monocorde en su disciplina. El dibujo progresa y se expande como algo inevitable y hasta cruel (en la indumentaria también hay un sutil mensaje de dominación). La intérprete padece el discurso sobre un reglado implacable y desafiante, de metrónomo. La emoción es contenida, pero discurre en esa estética calvinista con viento de Finisterre, un azote de la razón, como el prefascismo de pandereta que distorsiona desde la potente banda sonora. Gruwez se yergue como advertencia, metáfora validada por lo que está pasando de sur a norte, culminando en una catarsis, casi coda en la tensión del violín, con presagios de que todo irá a peor. Por esa paradoja, por este trampantojo, ella debe ser escuchada.

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