Opinión

Las fronteras invisibles

"Esa avenida se ha convertido en una espantosa vía de circulación rápida”

La avenida de Cardenal Benlloch (antes José María Orense) era hasta no hace demasiados años un camino de carros de los de tránsitos por donde circulaban las mercancías de la huerta hasta enlazar con la avenida del Puerto y enfilar hacia los muelles. La mayoría de los carromatos tirados por caballos eran por lo común asaltados por los rajasacos, así llamados porque ocultos en los numerosos descampados aledaños tenían por oficio aproximarse, amparados por la oscuridad, a la trasera de los carros para rajar los sacos y hacerse con unas cuantas patatas, unas coles, unas alcachofas, y un m...

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La avenida de Cardenal Benlloch (antes José María Orense) era hasta no hace demasiados años un camino de carros de los de tránsitos por donde circulaban las mercancías de la huerta hasta enlazar con la avenida del Puerto y enfilar hacia los muelles. La mayoría de los carromatos tirados por caballos eran por lo común asaltados por los rajasacos, así llamados porque ocultos en los numerosos descampados aledaños tenían por oficio aproximarse, amparados por la oscuridad, a la trasera de los carros para rajar los sacos y hacerse con unas cuantas patatas, unas coles, unas alcachofas, y un montón de boniatos, según la época de recolección, que quedaban desparramados en el camino para ser recogidos de inmediato por los asaltantes. Era frecuente que estos recolectores de lo ajeno fueran armados con navajas, de modo que el carretero jamás se enfrentaba a ellos y trataba de hacer galopar a su caballo a fin de hacerse invisible cuanto antes. Era divertido entonces, para los niños, ver aquello, aunque también peligroso, ya que lo que deseaban los asaltantes camineros era no ser vistos por nadie, ni siquiera por los críos de la vecindad, lo que no era difícil dada la escasa iluminación del entorno.

Con el tiempo, esa avenida se ha convertido en una espantosa vía de circulación rápida, con los bajos ocupados por esas tiendas que ofrecen productos más o menos chinos y donde se puede comprar de todo si a uno no le importa mucho la calidad, desde flores de un día hasta destornilladores que perecen tras enfrentarse con un solo tornillo. Pero se ha convertido también en una especie de frontera invisible que arrancaría a espaldas de la avenida de Aragón hasta extenderse, hacia el mar, hasta Serrería, mientras el límite norte lo marcaría la avenida de Blasco Ibáñez y el del sur lo cerraría la del Puerto. Tenemos así una cuadrícula fronteriza en la que se mezclan toda clase de personas y personajes: alegres alumnos universitarios del Erasmus coexisten con ancianas que habitan la zona desde hace muchísimos años sin problemas aparentemente (aunque los hay, y de alguna consideración, como el de los indigentes que aprovechan cualquier descuido nocturno para colarse en un portal, hacer sus necesidades en algún rellano de la escalera, y utilizar las alfombrillas de los vecinos a modo de camastro improvisado para echar un sueñecito) y donde abundan los robos al descuido, así que no es raro que una anciana salga del súper con la bolsa de la compra y se la birlen apenas dos pasos más allá. Como es lógico, también menudean las broncas nocturnas, no siempre protagonizadas por estudiantes algo bebidos, donde a veces salen a relucir las navajas, como antaño, aunque por motivos distintos. O no.

Esa frontera invisible es de mucha inquietud, si es que hay alguna zona urbana que no lo sea, y por la noche solo salen a la calle aquellos que no tienen nada mejor que hacer para refugiarse en los bares durante unas horas a tomar unas cervezas mientras juegan a las cartas, y se adivina que buena parte de ellos son realquilados en una habitación cualquiera del perímetro. Casi todos están tristes o provistos de una alegría alcohólica.

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