Fiesta de guitarra y furia

Jack White y su banda masculina enardecen una abarrotada La Riviera pese al sonido espantoso de la sala

Ambiente de las grandes ocasiones para abrir la nueva temporada de conciertos en la capital. Asomaba Jack White por La Riviera y las tropas melómanas se lanzaron en avalancha a por el papel, ávidas por llevarse algo más que digno a la boca después de un mes a dieta rigurosísima, de agua y un currusco escaso de pan. Hubo oportunidad de resarcirse con uno de los personajes más influyentes e incendiarios que ha conocido el rock estadounidense en los últimos tres lustros, pero la felicidad distó de ser completa, una vez más, por culpa de ese ya tradicional sonido embarullado y espantoso a orillas ...

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Ambiente de las grandes ocasiones para abrir la nueva temporada de conciertos en la capital. Asomaba Jack White por La Riviera y las tropas melómanas se lanzaron en avalancha a por el papel, ávidas por llevarse algo más que digno a la boca después de un mes a dieta rigurosísima, de agua y un currusco escaso de pan. Hubo oportunidad de resarcirse con uno de los personajes más influyentes e incendiarios que ha conocido el rock estadounidense en los últimos tres lustros, pero la felicidad distó de ser completa, una vez más, por culpa de ese ya tradicional sonido embarullado y espantoso a orillas del Manzanares. La sala de las palmeritas es incompatible con la dignidad de la música en vivo, y no parece existir solución: el técnico de White intentó resolver anoche el desastre a golpe de decibelios y solo logró asaetearnos los tímpanos.

El antiguo líder de White Stripes gira acompañado por una banda masculina y otra femenina, y se decanta por una u otra en el último momento en función de sus “vibraciones”. Ayer les tocó finalmente salir a escena a los chicos, The Buzzards, lo que seguramente garantizó una velada más furiosa y encabritada. No sabemos qué habría sucedido en caso de que el índice del jefe hubiese apuntado a las muchachas de The Peacocks, y ni siquiera queda claro si esta doble alineación es una frivolidad, el capricho excéntrico de un triunfador que puede permitírselo o una ocurrencia genial.

En cualquier caso, el cuerpo pide arrebato y mala baba en este arranque de un curso que se prevé crudo e incierto, así que más de 2.000 almas se apuntaron a una ardorosa exaltación de ese blues-rock que suena fulminante, avasallador, sumarísimo. Durante hora y media, la sala olvidó la subida del IVA y la infamia acústica, alzó los brazos y se entregó al sudor, el guitarreo y la euforia.

Paliducho como siempre, embutido en un chaleco negro y con camisa y zapatos blancos, John Anthony Gillis no parece el paradigma del rockero carismático ni el de ese intrigante personaje que acaba suscitando desaforadas pasiones entre la parroquia femenina. El caballero de Detroit es lacónico y escurridizo, y durante todo el concierto solo comentará, con sorna: “Buenas noches, Madrid. Porque esto es Madrid, ¿no?”. Encadena las canciones sin parlamento ni respiro, sin tregua ni concesiones. Pero su sabiduría rockera es enciclopédica. Asombrosa. Inagotable.

Da lo mismo que visite su reciente primer disco en solitario, Blunderbuss, la fértil trayectoria de White Stripes o los aparentes entretenimientos de sus otras dos bandas, The Racounters y The Dead Weather. White es muy bueno, abrumadoramente bueno. Y abrillanta, revitaliza y engrandece de un plumazo todo el legado del mejor rock a palo seco de los años setenta. Suena muchas veces a Led Zeppelin, claro, pero amplía las miras y convierte el legado de Plant y Page en un tesoro intergeneracional. Nadie lo había logrado antes con tanta brillantez; ni siquiera los mejores Black Crowes.

Abrió con dos de sus mejores temas recientes, el enfebrecido Sixteen saltines y Missing pieces, pero no racaneó visitas a tiempos pasados. La trepidante Hotel Yorba, de White Stripes, certifica su pasión por los sonidos vaqueros, y la vieja You’re pretty good looking -que solo revisa de tarde en tarde- constituye una inyección de euforia en dos minutos. La sensación de fiesta ya es incontrolable cuando arranca Ready as she goes, ese exitazo de los Racounters con una línea de bajo tan juguetona como similar a la de Is she really going out with him?, del gran Joe Jackson. Y no es el único momento propicio para las reminiscencias: la excepcional I cut like a buffalo, de Dead Weather, parece siempre a un paso de transmutarse en Oh, well, de cuando Peter Green mandaba en Fleetwood Mac.

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Furia y guitarras prolongaron su imperial hegemonía hasta The hardest button to button, nuevamente de White Stripes, justo antes del descanso para abordar media docena de bises. My doorbell, We’re going to be friends (ambas, de tiempos de los Stripes) y la poderosísima Freedom at 21, de Blunderbuss, acabaron desembocando en el inevitable colofón final de Seven nation army, el himno futbolero más atípico desde que las gradas del Liverpool comenzaron a corear You’ll never walk alone. White se despidió a la francesa, como no podía ser de otro modo, pero dejando la sensación de que su música es un magnífico revulsivo frente a toda esa mediocridad que nos acogota.

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