CIRCO

De cuento

Los números del Cirque du Soleil son impresionantes y algunos dífíciles, no ya de creer, sino de entender

Espectáculo de 'Corteo', del Cirque du Soleil que se puede ver en Barcelona. ALBERT GEA (REUTERS)

Vistos, diría, todos los espectáculos del Cirque du Soleil que han pasado por Barcelona, una ya no sabe qué decir sobre los números que ejecutan sus componentes que no se haya dicho ya. Son impresionantes y algunos difíciles, no ya de creer, sino de entender. Por la dificultad, la velocidad, la precisión, el desafío de toda lógica racional. Corteo ofrece un complejo número de báscula a ritmo de percusión; otro de cruces aéreos en lencería de antaño sobre camas elásticas más camas que nunca; trepidantes figuras de cuatro artistas sobre ruedas simples; un dúo sobre correas aéreas, otro ...

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Vistos, diría, todos los espectáculos del Cirque du Soleil que han pasado por Barcelona, una ya no sabe qué decir sobre los números que ejecutan sus componentes que no se haya dicho ya. Son impresionantes y algunos difíciles, no ya de creer, sino de entender. Por la dificultad, la velocidad, la precisión, el desafío de toda lógica racional. Corteo ofrece un complejo número de báscula a ritmo de percusión; otro de cruces aéreos en lencería de antaño sobre camas elásticas más camas que nunca; trepidantes figuras de cuatro artistas sobre ruedas simples; un dúo sobre correas aéreas, otro de equilibrio y fuerza; saltos vertiginosos desde tres mástiles altísimos que parecen de un gran velero; ejecuciones circenses sobre una estructura de barras horizontales giratorias en las que sus gimnastas, porque parecen todos olímpicos, cambian de sentido y de dirección. Es ver para creer.

En Corteo hay, además, una serie de números cómico-entrañables protagonizados por payasos, una pareja de liliputienses y un gigante que destacan de la numerosa troupe del cortejo del título. La estética de este espectáculo, con su juego de contrarios y sus imágenes distorsionadas, es especialmente bella. Sus creadores parecen haberse inspirado en los años de la depresión americana para situar a sus personajes entre Las uvas de la ira y La parada de los monstruos, pero vistos por la mirada amable de Norman Rockwell. Y es que no hay nada monstruoso, ni morboso, ni freak en el tratamiento del conjunto; todo pasa por un tamiz de cuento, todo tiene esa pátina de cromo antiguo. Botas y zapatos andan solos por ahí, hadas y ángeles sobrevuelan literalmente el escenario central, cuando no lo hace la diminuta Valentina suspendida por unos enormes globos de helio, o el payaso protagonista en bicicleta a lo ET o recorriendo el cable boca abajo mientras sostiene un candelabro cuyas llamas mantienen el giro de 180 grados. Telones de gasa suben y bajan acotando el espacio, buscando la intimidad y creando espejismos con imágenes especulares que en realidad no lo son. Impresionante y bellísimo.

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