CRÍTICA: RIHANNA

La voluptuosidad y la rutina

15.000 personas vibran con el baile sensual de la diva de Barbados Un concierto milimetrado de casi dos horas que no admite improvisación.

Rihanna, durante su actuación en el palacio de los Deportes.CARLOS ROSILLO

Andamos estos días con el frío metido en los tuétanos y esa iluminación navideña que deprimiría hasta al abuelo de Heidi, y en esas llega una morena de Barbados que a su segunda canción en el Palacio de Deportes ya se contonea con un biquini tan multicolor y escuetísimo como si nos teletransportaran al carnaval de Tenerife. La muchachuela responde al nombre de Rihanna, evidentemente; las 15.000 personas que abarrotan el pabellón vibran con cada diablura pélvica y su espectáculo, desde la hipercalórica Only girl (in the world) y durante casi dos horas, tiene más de audiovisual, lúbrico...

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Andamos estos días con el frío metido en los tuétanos y esa iluminación navideña que deprimiría hasta al abuelo de Heidi, y en esas llega una morena de Barbados que a su segunda canción en el Palacio de Deportes ya se contonea con un biquini tan multicolor y escuetísimo como si nos teletransportaran al carnaval de Tenerife. La muchachuela responde al nombre de Rihanna, evidentemente; las 15.000 personas que abarrotan el pabellón vibran con cada diablura pélvica y su espectáculo, desde la hipercalórica Only girl (in the world) y durante casi dos horas, tiene más de audiovisual, lúbrico y aeróbico que de sonoro. La diva jamás pretende educarnos el oído, sino estimularnos las pupilas. O lo que proceda.

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La gira Loud es un montaje con tanta parafernalia (luces, pirotecnia, pantallas) que no admite improvisación. Ayer era jueves y coincidió que nos encontrábamos en Madrid, pero los acontecimientos habrían discurrido de manera idéntica en Oklahoma, Siracusa o Constantinopla. Cuatro pantallas como ojos desorbitados reciben a la gran dama, de 23 años, en un cascarón metálico y cubierta con un vestidito azul metálico. Su cuerpo de baile es tan colorista como un episodio de los Teletubbies, solo que con capacidad de reproducción. Y el sonido resulta atronador, aunque apenas hay rastro de los músicos, variedad insólita de homínidos en los conciertos de esta mujer.

Puede que Rihanna recordase anoche su desangelado paso de junio de 2010 por Rock in Rio, cuando Shakira la borró del mapa pese a que entonces todavía no intimaba con ningún fornido defensa central. La caribeña se esforzó esta vez por dejar las cosas en su sitio, pero todo acontece de manera tan milimetrada que resulta difícil apasionarse. La voluptuosidad y las curvas están ahí, sí, tan peligrosas como Montmeló en tarde de lluvia. El resto, en cambio, es rutinario: el guitarreo flácido de Shut up and dance, el reggae para turistas en Man down, ese rollito dominatrix que desbarata Darling Nikki, en origen un temazo de Prince. Y en esas llega S&M, teórica exaltación de las ataduras y demás predilecciones sádicas, pero Rihanna termina dirimiendo una guerra de almohadas con sus bailarines. Querida doctora Ochoa: aquí se nos escapa algo.

Los frotamientos de entrepierna se intensifican con Skin, pieza en el que la antillana refocila, mala elección, con el único muchacho que no se había descamisado. Ese y otros temas (California king bed) rematan con los solos de un guitarrista de inquietante parecido con Mario Vaquerizo. Hay hueco para el rollito castrense en Raining men y Hard, en el que los danzarines terminan empuñando unos fusiles… rosas. Y también hay paréntesis baladístico con Unfaithful y Hate that I love you. Todo según el canon.

El público, más que bailar, inmortaliza la escena con sus teléfonos inteligentes. Total, para nada: en el inabarcable universo de YouTube siempre hay alguien que llegó antes. Hasta el arreón final de Don’t stop the music y We found love, apenas hubo auténtico sudor en las gradas.

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