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‘El lago de los cisnes’: aleteo masculino y plumas las justas

La dinámica y muy libre versión de Matthew Bourne de este clásico muestra sus valores y lozanía a 30 años de su estreno mundial

Si el metalenguaje es el ballet académico, Matthew Bourne (Hakcney, 65 años) hace un uso dialectal y deliberado de él, más cercano al eclecticismo recurrente del...

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Si el metalenguaje es el ballet académico, Matthew Bourne (Hakcney, 65 años) hace un uso dialectal y deliberado de él, más cercano al eclecticismo recurrente del West End que cualquier elucubración intelectual de rebuscar una voz propia. La propia formación de Bourne es así de poco ortodoxa: no tomó clases de ballet ni de otras disciplinas de danza hasta los 22 años y ya antes se reconocía como un entusiasta de los musicales a la vez que cazador de autógrafos; ni siquiera era un balletómano del paraíso de Covent Garden. En Trinity Laban, donde se graduó, daban algunas herramientas tan universales como útiles, pero una quinta posición corporal y reglada, ni un milagro mariano es capaz de mejorarla; quizás no la necesitó para buscarse la vida y triunfar.

El primer ballet serio que vio Matthew en su vida fue El lago de los cisnes, pero al parecer, Royal Ballet nunca lo ha invitado a coreografiar, quizás porque no lo considera uno de los suyos. Ya profesional, era tarde para enrolarse en lo clásico (tampoco parecía su interés primero) e intentar carrera. Así que montó su propio Lago, que estrenó en 1995 en Londres y que ahora, treinta años después, puede verse en el Teatro Real de Madrid hasta este sábado.

Lo último grande que hizo Diaghilev antes morir fue un Lago (con Spessitsseva) donde ya hizo unas modificaciones interesantes y preconizó otras, y aunque este se estrenó en París, su máxima repercusión fue en Londres. ¿Por qué? Por ellas, las ballerinas que habían sido grandes cisnes con Diaghilev (Pavlova, Karsavina, Spessitsseva) y escogieron inmediatamente y muy temprano el Reino Unido como su teatro de operaciones (ellas y otras como Alicia Markova, Mary Skeaping, Ninette de Valois y Anton Dolin).

Esta es la línea que muy indirectamente llega a Bourne con la profunda intervención estética de Ashton y Helpmann (su inveterada retranca y su ironía), y es como si Bourne, en su inquietud, se viera en la necesidad de “matar al padre freudiano” (y de paso a la madre), meter todo aquel bagaje en una batidora y en un horno y hacer algo más edificante que un pastel de riñones: su propio Lago. Nadie, ningún país y ninguna cultura ha amado tanto y ha sostenido a El lago de los cisnes, después de Rusia, como Inglaterra y el ballet británico.

En 1945 el crítico de ballet Arnold L. Haskell escribía: “Actualmente, en el resto de Europa se piensa que Inglaterra está atrasada por su música y su pintura. Se la conoce principalmente por su fútbol, su mala cocina y el excelente corte de sus trajes (…) El ballet puede convencer a la gente de lo contrario”. Es extrapolable a la actualidad, y hay que contar con la impronta Bourne. La versión de Bourne en su día pudo parecernos rupturista e hipercrítica (además de exageradamente sexualizada), pero en realidad, pasadas solo tres décadas, no lo es tanto. Otras coreografías sobre Lago han ido más lejos y se han quedado en el camino. Aquí lo que vemos, en líneas generales, se atiene al canon de la dramaturgia original, y si se quiere, la solución sacrificial también está en el original.

Este Lago de Bourne no ha envejecido y esto se puede asegurar de muy pocos montajes actuales. No hay nada blando, afeminado o amanerado en estos cisnes macho interpretados por hombres. Tampoco se presta demasiado este Lago para abanderamientos o reivindicaciones del tipo que sean, y si se hacen por ahí, puede oler a oportunismo. Sí es cierto que hay cierto mordiente social, lo que dice mucho y bien de Bourne.

Como en el original canónico, aquí en Bourne el cisne principal es el eje. Colocar a Adam Cooper en el doble rol protagónico (el otro es el atribulado príncipe) contribuyó decididamente al éxito. El chico suburbial de Tooting estaba en 1995 en su cúspide física (tenía 24 años y medio) y su popularidad en Londres era notoria, con una presencia arrolladora, extemporáneamente cálida y magnética para lo que es la flema del ballet masculino inglés: era un todo atractivo, no había nada descafeinado en Adam, ni su salto ni su arabesque imperfecto ni su mirada de zorro con ancestro felino. También, a su favor, Adam posee largos brazos, y aquí la envergadura sí importa lo suyo y jerarquiza el dibujo del port-de-bras, ese movimiento que no es privativo ni exclusivo de la mujer, pero sí se ha convertido en su reino y seña triunfal. El cisne, en ballet, es su aleteo, como anchas brazadas armónicas en un océano de aire. El material coreográfico ideado y modelado por Bourne sobre Cooper primero y después por Renato Cinquegranna, Richard Winsor, Jonathan Ollivier [†] y Matthew Ball, entre otros, hasta llegar a Harrison Dowzell, sigue siendo efectivo y algo efectista, consigue su propósito de imantación seductora con la consiguiente dominación del escenario.

El port-de-bras como lenguaje y arcano plástico usado por Bourne es otra cosa diferente sobre la misma substancia, pero siempre habla de sinuosidad del dolor, autoprotección de los secretos, intento de comunicación, y hasta desesperanza. Dowzell (que de niño hizo el musical Billy Elliot), en el estreno del miércoles en el Teatro Real, se mostró expresivo, potente y venal, sin alcanzar la altura y singularidad de sus predecesores.

Es pertinente repetir la pregunta si este montaje de gran éxito comercial es adecuado, o si, mejor expresado, es el Teatro Real su contenedor natural e ideal. Se trata de un musical con bastante de farsa humorística, música registrada, y un cierto desenfado escénico propio de lo más popular, del West End y de Broadway, donde se granjeó su prestigio y popularidad muy justificados con largas temporadas y llenos diarios.

Bourne ya tiene un sitial asegurado en la historia de la danza de los siglos XX y XXI; él crea buenas danzas, es musical, domina la dinámica y la progresión, pero no busca una prosecución estilística (si ese sello se da, es por la calidad intrínseca del material), sino que es resolutivo en su practicidad coral y solista, hasta conseguir la total atención del espectador y ocasionalmente lazar sus emociones.

Quizás algunos piensen que va siendo hora, después de 30 años de monopolio en propiedad con el título y su muy bien diseñada producción, de que el señor Bourne aceptara que este Lago se montara por otras compañías y entrara en el repertorio regular de los entes líricos. Sin duda, eso validaría su importancia y la asentaría en una continuidad de representación de cara al futuro. Fue lo que hizo Mats Ek con su Giselle, primero creada y estrenada con el Cullberg Ballet de Estocolmo y luego cedida a la Ópera de París. Un buen ejemplo de alguien a quien Bourne sigue atentamente y con el que se puede fácilmente relacionar.

El lago de los cisnes

Dirección y coreografía: Matthew Bourne; música: P. I. Chaikovski; escenografía y vestuario: Lez Brotherson; luces: Paule Constable; sonorización: Ken Hampton; vídeo y proyecciones: Duncan McLean. New Adventures (UK). Teatro Real, Madrid. Hasta el 22 de noviembre.

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