‘Élite’ y el disparate narrativo
Después de dos décadas de series televisivas con ínfulas, ya no buscamos una complejidad cada vez mayor sino regresar al carnaval de lo cutre y lo evidente. Echar un vistazo a las novedades de Netflix lo confirma
Desde hace años ostento el bonito privilegio de reunirme cada 15 días con varios grupos de personas (en su inmensa mayoría, mujeres, con edades que oscilan entre los 30 y los 80 años) que tienen la gentileza de leerse los libros que les recomiendo para debatir, durante un par de horas, sobre las distintas cuestiones que estos suscitan y que van de lo narratológico a lo personal, de la técnica a la entraña. Empecé a leer con ellas al tiempo que me desligaba de la academia, es decir, cambié la teoría crítica de mis manuales universitarios para sumergirme en una forma de análisis textual que priv...
Desde hace años ostento el bonito privilegio de reunirme cada 15 días con varios grupos de personas (en su inmensa mayoría, mujeres, con edades que oscilan entre los 30 y los 80 años) que tienen la gentileza de leerse los libros que les recomiendo para debatir, durante un par de horas, sobre las distintas cuestiones que estos suscitan y que van de lo narratológico a lo personal, de la técnica a la entraña. Empecé a leer con ellas al tiempo que me desligaba de la academia, es decir, cambié la teoría crítica de mis manuales universitarios para sumergirme en una forma de análisis textual que privilegia la experiencia; nos acercamos a lo literario a través de lo que nos sucede antes, durante y después de habernos dejado hipnotizar por un determinado universo narrativo.
Habiendo compartido lecturas tan diversas como El club de la lucha o Hamlet, he entendido que un libro existe en virtud de la conversación que suscita, los recuerdos que evoca y las emociones que libera. Esto, que lo es todo, me lo han enseñado ellas mientras yo me limitaba a trazar pequeñas genealogías comparadas o a señalar tal o cual juego de punto de vista, pero a veces insisten en que yo también les he enseñado algo, y se refieren a que, por el compromiso contraído con el club y sus (mis) imposiciones, llevan años consumiendo literatura a un ritmo al que no estaban habituadas, y eso las ha vuelto exigentes.
En nuestra última sesión, al hilo de la novela de Pilar Adón De bestias y aves, varias compañeras observaron que la complejidad de la propuesta, con esa atmósfera lírica y extraña que parece obligarnos a adoptar la lógica de los sueños, les habría causado rechazo años antes, pero que ahora, precisamente, era ese tipo de extrañeza la que buscaban, porque las novelas de repetición y fórmula habían perdido la capacidad de sorprenderlas. Mientras me contaban esto, mi cabeza, tan dada a las asociaciones improcedentes, pensaba en la serie de televisión que me había acompañado en los minutos muertos de hacer flexiones y limpiar los platos durante aquella última semana. Sí, mientras mis compañeras charlaban sobre el último Premio Nacional de Literatura, yo pensaba en Élite.
Durante el confinamiento, lo que me aliviaba un poco de tanta realidad era delegarme en Netflix y dejar que alguna trama conocida me guiase. Eso ha sido, históricamente, el quehacer de la pequeña pantalla
Élite es una telenovela adolescente disparatada que comenzó a emitir Netflix en el 2018 y cuyo éxito, al menos en mi cabeza, se relaciona con el declive de la ficción serial de plataformas. Para mí tiene cierta elocuencia la anécdota de que, hasta el 2017, la serie que mi marido y yo compartíamos y esperábamos con ilusión cada año fuera The Leftovers, aquel drama coral y ambicioso sobre el trauma y el duelo cuyo principal defecto acaso fuera un exceso de pretensiones, y que, al año siguiente, nos engancháramos a una serie para público juvenil cuyo único atractivo era su estruendosa falta de pudor. Y por falta de pudor no me refiero a la ubicuidad de las escenas de sexo, que es el emblema de la casa, sino a la forma en la que está escrita, a la inverosimilitud flagrante de cada diálogo y cada trama y a la ostentación de sus propias costuras; a su celebración, vaya, de que, si algo funciona en bruto, para qué adornarlo.
Después de casi dos décadas de ficción televisiva con ínfulas, es decir, después del fenómeno que comenzó reivindicando el potencial de un formato históricamente infravalorado en relación al cine y que culminó con su hegemonía cultural absoluta, me doy cuenta de que, a mi marido y a mí, nos sucedió con las series lo contrario de lo que les pasa a las mujeres de mis talleres con los libros: la sobreexposición no nos ha vuelto más exigentes sino más frívolos; no buscamos una complejidad cada vez mayor sino regresar al carnaval de lo cutre y lo evidente. Y la verdad es que solo hace falta echar un vistazo rápido a las novedades del último año en Netflix para intuir que quizás no somos los únicos.
Hay una forma que se me hace facilona y esnob de analizar esta paradoja y que implicaría ensalzar el valor de la ficción más artesana y minoritaria, las novelas literarias y su heroica periferia, frente a los productos culturales de masas que, aparentemente, no refinan los gustos del espectador porque se consumen de una forma acelerada y pasiva, pero me resisto a ello.
Siempre que estoy tentada a pensar algo así me acuerdo del confinamiento, de aquellas semanas en las que el ruido emocional y el cansancio eran tan grandes que no fui capaz de leer un solo libro. Lo único que me ayudaba a relajarme por las noches y a aliviarme un poco de tanta realidad era delegarme en Netflix y dejar que alguna trama conocida me guiase hasta la mañana siguiente. Esto es un bálsamo y es un regalo y ha sido, históricamente, el quehacer de la pequeña pantalla. Así que prefiero pensar que es gracias a que existe y persiste la buena literatura que la televisión, que siempre fue el formato para distraernos de la plancha, el cansancio y las miserias de lunes a viernes, puede volver a ser lo que siempre fue sin dejarnos huérfanos de nada.
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