Diego Luna, un actor magnético para una obra mediocre
El actor mexicano enamora al público madrileño con un monólogo de escasa profundidad y ninguna tensión dramática
Aparece Diego Luna y el patio de butacas estalla en aplausos. Sin más. No es frecuente esto en el teatro: se aplaude al final o puntualmente después de alguna escena que guste especialmente. Pero el actor mexicano es una estrella internacional del cine y la televisión y muchos de los espectadores que abarrotan la sala Max Aub de las Naves del Español en el Matadero de Madrid están ahí porque quieren verlo en carne y hueso, sin importar la obra que vaya a representar. Él parece ser consciente. Antes de comenzar la representac...
Aparece Diego Luna y el patio de butacas estalla en aplausos. Sin más. No es frecuente esto en el teatro: se aplaude al final o puntualmente después de alguna escena que guste especialmente. Pero el actor mexicano es una estrella internacional del cine y la televisión y muchos de los espectadores que abarrotan la sala Max Aub de las Naves del Español en el Matadero de Madrid están ahí porque quieren verlo en carne y hueso, sin importar la obra que vaya a representar. Él parece ser consciente. Antes de comenzar la representación les dirige unas palabras de agradecimiento. El ídolo baja a tierra y se muestra cercano. Como un amigo que se dispone a hacer una confidencia. La sencilla escenografía refuerza la sensación de intimidad: apenas una silla, tres lámparas colgantes sobre una pequeña tarima y una discreta ambientación sonora interpretada por un músico en directo. Y el público se derrite. Lo tiene ganado de antemano.
El actor no decepciona a sus fans. Lo quieren ver de cerca y para ello qué mejor que un monólogo austero como este titulado Cada vez nos despedimos mejor, obra del también mexicano Alejandro Ricaño, que estrenó hace casi una década en su país bajo la dirección del propio dramaturgo y llega ahora por primera vez a España. La puesta en escena da protagonismo absoluto a Diego Luna, que demuestra ser un intérprete sólido sobre las tablas: presencia, magnetismo, naturalidad, buena dicción y la intensidad justa en cada momento. Y eso que no lo tiene fácil, pues se trata de un texto narrativo de escasa profundidad y ninguna tensión dramática. Una especie de cuento de amor (y desamor) cargado de metáforas tópicas con aire de realismo mágico (encuentros dictados por el destino, casualidades que no lo son, el viento como augurio) y un pretendido trasfondo político que no va más allá de ofrecer una relación de hechos históricos que discurren en paralelo a la vida del protagonista.
El protagonista es un hombre llamado Mateo que cuenta su historia de amor con Sara, una fotoperiodista de la que se enamora de manera instantánea al conocerla fugazmente durante la protesta posterior a las elecciones de 1988 en México, donde ella tomó la primera instantánea de su vida y en la cual Mateo se coló de forma accidental. Tiene la suerte de volver a coincidir con ella unos años después en otro acontecimiento histórico, lo que él tomará como una señal del destino, así como la casualidad de que ambos nacieran a la misma hora del mismo día y que sus madres murieran en el gran terremoto de 1985. Desde ese momento, Mateo buscará obsesivamente a Sara en manifestaciones o sucesos mediáticos donde pueda estar trabajando. Y la providencia, por supuesto, no solo hace que la encuentre, sino que consiga tener una relación con ella y que después la engañe con otra mujer como hizo su padre con su madre. No podía evitarlo, lo llevaba escrito en los genes.
La historia está contada muy superficialmente y el personaje es un espejismo: resulta encantador porque Diego Luna lo hace encantador. Pero ya puestos a confiar en el hado, que el destino nos libre del “amor verdadero”. El público aplaudió a rabiar al final de la función.
Cada vez nos despedimos mejor
Texto y dirección: Alejandro Ricaño. Intérprete: Diego Luna. Músico en directo: Darío Bernal. Naves del Español en Matadero. Madrid. Hasta el 10 de julio.