‘Los secuestradores del lago Chiemsee’: una comedia negra no tan negra

Mario Gas resuelve con oficio pero poca ambición artística un texto de Alberto Iglesias que no logra extraer el jugo a la historia que cuenta

Una escena de 'Los secuestradores del lago Chiemsee', de Alberto Iglesias, dirigida por Mario Gas.Pablo Lorente

Marzo de 2010. En la edición de EL PAÍS de ese día se publica una noticia con el siguiente titular: “...

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Marzo de 2010. En la edición de EL PAÍS de ese día se publica una noticia con el siguiente titular: “Prisión para cuatro jubilados alemanes por secuestrar a su asesor fiscal”. Los detenidos eran dos matrimonios con edades entre 60 y 80 años que habían confiado al asesor sus ahorros (dos millones y medio de euros) y lo perdieron todo cuando pinchó la burbuja financiera en 2008. Lo inmovilizaron con cinta adhesiva, lo metieron en una caja y lo llevaron en una carretilla hasta la casa de uno de ellos para obligarle a que les compensara lo perdido con su propio dinero. Después de cuatro días, la policía liberó al secuestrado y detuvo a los jubilados.

No es extraño que el actor y dramaturgo Alberto Iglesias decidiera convertir esta historia en una obra teatral. Tiene muy buenos ingredientes para convertirse en una comedia negra. Intriga, acción, personajes extravagantes, una situación perfecta para retorcerse hasta el disparate y una pizquita de reflexión social. La obra se acabó titulando Los secuestradores del lago Chiemsee y se estrenó la semana pasada en Madrid con dirección de escena de Mario Gas y un elenco de reconocidos actores formado por Vicky Peña, Manuel Galiana, Gloria Muñoz, Helio Pedregal, Juan Calot y el propio Alberto Iglesias.

Una buena idea, un plantel estupendo, un director sólido. La fórmula parece perfecta, pero a veces la receta se estropea en el proceso de cocinado. El principal problema en este caso se encuentra en el desarrollo del texto. La obra se presenta como una comedia negra, pero la comicidad no llega a estallar. Quizá porque el autor ha elegido un tono costumbrista para contar una historia que precisamente destaca porque escapa a la costumbre. También se echa de menos un poco de energía en la narración: las escenas se suceden unas igual a otras, la trama es plana y los diálogos no tienen chispa porque se detienen justo en el momento en el que deberían desatarse para provocar la risa.

Mario Gas solventa con oficio la puesta en escena. Con buen gusto y sabiduría como siempre, pero sin ambición artística. Quizá le podría haber metido más brío o incidir en las escenas con más potencial cómico para darle al menos ritmo al espectáculo. Lo mismo puede decirse de los actores: resuelven su trabajo con veteranía y profesionalidad. Pero el conjunto, en general, resulta apagado.

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