Etel Adnan, la artista descubierta a los 87 años
La pintora libanesa expone su luminosa abstracción en el Guggenheim de Nueva York, punto culminante del reconocimiento tardío por una obra sin artificios
La carrera pictórica de Etel Adnan (Beirut, 1925) no despegó a ojos del mundo hasta los 87 años, pero ahora, cerca ya de los cien, es una vibrante fuente de inspiración para jóvenes artistas. Su estilo colorista y esquemático le ha granjeado admiradores y llevado su obra a las principales galerías del mundo. La demora en el reconocimiento popular de que hoy goza puede deberse a que se inició en la pintura tras probar otras opciones creativas, como la escritura. Pero el modo de expresión no ha conformado su mensaje, sino más bien al contrario: la voz rabiosamente moderna y clara de Adnan se imp...
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La carrera pictórica de Etel Adnan (Beirut, 1925) no despegó a ojos del mundo hasta los 87 años, pero ahora, cerca ya de los cien, es una vibrante fuente de inspiración para jóvenes artistas. Su estilo colorista y esquemático le ha granjeado admiradores y llevado su obra a las principales galerías del mundo. La demora en el reconocimiento popular de que hoy goza puede deberse a que se inició en la pintura tras probar otras opciones creativas, como la escritura. Pero el modo de expresión no ha conformado su mensaje, sino más bien al contrario: la voz rabiosamente moderna y clara de Adnan se impone sobre cualquiera de los formatos que ha transitado, la literatura, el periodismo o la factura de pinturas y textiles, de urdimbre armoniosa y colores brillantes como los de su Levante natal. Sus paisajes sosegados, casi minimalistas, tan alejados a simple vista del opulento Oriente en que se crio, pueden verse hasta el 10 de enero en el Guggenheim de Nueva York, en silente y colorido diálogo con la muestra de Vasili Kandinsky Around the circle, dos pisos más arriba.
Una de las características de Adnan como artista, subrayan los críticos, es haber alcanzado la simplicidad en la composición —palpable en sus paisajes, todos a pequeña escala, casi como composiciones de cámara—, absorta del ruido y la violencia en los que el siglo pasado fue tan pródigo: por su biografía, podría decirse que ella es el siglo XX. El fragor de la historia ha marcado a fuego su trayectoria vital y artística, desde que una joven Adnan, entonces periodista y escritora, renunció a escribir en francés, mientras se declaraba dispuesta a “pintar en árabe”, como respuesta a la guerra sucia francesa en Argelia. Durante sus años de formación, el Líbano conoció la férula francesa, y si el rechazo al colonialismo frenó temporalmente su pluma, otro acontecimiento, la guerra de Vietnam, la convirtió en poeta de torturadas metáforas sobre el devenir del mundo.
Por encima de su calidad artística, resulta difícil no prestar atención a su biografía, un crisol de influencias mucho antes de que el concepto melting pot se acuñase en las ciencias sociales. Adnan fue mestiza, y por tanto global, avant la lettre: su madre era una griega de Esmirna, en el Asia Menor (actual Turquía); su padre, un alto funcionario del imperio Otomano nacido en Damasco. La hija estudió en escuelas francesas en la que entonces era la joya de Oriente Medio. Marchó a París, a cursar filosofía en la Sorbona y, para completar el posgrado, en 1955 emprendió la aventura del nuevo mundo, que a la postre resultaría su segundo hogar, en Berkeley y luego en Harvard. Una vez egresada, impartió clases en la universidad de San Rafael, en California. Un periodo en principio temporal que acabó alargándose desde 1958 a 1972, cuando regresó a Beirut, en vísperas de una guerra civil que duraría tres lustros. Hasta 1976, un año después de empezar la contienda, trabajó como editora cultural en dos importantes periódicos —uno arabófono, otro francófono, siempre la esquizofrenia cultural y lingüística— del país de los cedros.
Pequeños cuadros de montañas, cielos, agua, con pinceladas monocromáticas de color que a veces recuerdan los dibujos y balbuceos infantiles; un estilo desprovisto de artificio en el que sólo brilla la figura recurrente del sol, en una luminosa abstracción. Los tonos cremosos contribuyen aún más a una sensación de armonía exuberante pero discreta. El resultado es un sosiego visual gracias a su aparente facilidad de expresión. En la muestra del Guggenheim que comparte con el gigante ruso, la luminosidad de Adnan, que se definió una vez como “la mejor amiga del universo”, resalta ante la hondura del segundo. Pero los puntos en común —la geometría, la potencia del color, el esbozo de los paisajes— son una línea de fuga donde ambos confluyen.
Destacada representante de la cultura árabo-norteamericana del siglo XX, curtida en todas las contradicciones que la alimentan, Adnan metabolizó muy pronto la noción de la diferencia cultural y del colonialismo. Lo resumió en uno de sus poemas: “Este asunto inconcluso de mi / infancia / este lago esmeralda / del otro / lado de mi viaje / acecha a las jerarquías de los cielos / Bajo una combinación de dolor / y fuego de ametralladora / las flores desaparecieron”. La noción de los dos mundos, la naturaleza enteca de Sausalito (California), donde echó raíces durante décadas, y el horror de la guerra civil libanesa, se explaya en imágenes feroces como esta. La noción de los dos mundos, la naturaleza enteca de Sausalito (California), donde echó raíces durante décadas, y el horror de la guerra civil libanesa se explaya en imágenes feroces como esta.
Adnan empezó a pintar en 1958, a instancias de la artista Ann O’Hanlon (1908-1998), autora del mayor mural realizado por una mujer en EE UU. Como fuente de inspiración, eligió el monte Tamalpais, cercano a San Francisco. El accidente geográfico se convirtió en leit motiv de su obra pictórica, en reiteradas reencarnaciones: de cumbre amenazante a sinuosa cima, siempre bajo la égida del astro rey. Durante años pintó el monte en directo; luego desde París, a donde trasladó su residencia en 1976 con su pareja, la escultora francolibanesa Simone Fattal.
Las tribulaciones de la guerra civil libanesa, aun a distancia, la devolvieron a la literatura, con un cruel relato de la intolerancia religiosa en su país natal y el efecto de esta en las mujeres. Su novela Sitt Marie Rose, de 1977, es un grito de rabia contra la discriminación sectaria y de género. Pero la escritura no le hizo dejar los pinceles, ni a la inversa. Inquieta siempre, el desacomodo vital en la antigua metrópoli, de artera influencia en la guerra de su país, la empujó a volver a California en 1977 para culminar su consagración como creadora. Años después recibió el aplauso del mundo del arte cuando la comisaria de la Documenta 13, Carolyn Christov-Bakargiev, vio su obra en una galería de Beirut en 2010 y decidió exponerla en Kassel. Adnan mostró allí óleos abstractos y una selección de leporellos, media docena de los cuales se exhiben también en esta nueva muestra: libritos de formato acordeón, plegables, ilustrados con sus dibujos y poemas.
A partir de Kassel, los principales museos del mundo le abrieron sus puertas. Fue entonces cuando logró desatar el corsé que hasta entonces la presentaba como exponente de una cultura exótica, de alcance regional, y convertirse en una artista internacional. Distintas muestras en el Whitney de Nueva York, en el Museo de Arte Contemporáneo de Massachusetts o en las Serpentine Galleries de Londres indagaron en su conexión poética y pictórica, como una narrativa integral, capaz de hablar por sí sola y no por filiación a sus orígenes, ese marchamo exótico que la encerró durante años. La que acaba de empezar en el Guggenheim, no ajena al nuevo interés de museos y galerías por artistas ignoradas, tiene aspecto de reconocimiento definitivo.
‘Etel Adnan. Light’s New Measure’. Museo Guggenheim. Nueva York. Hasta el 10 de enero de 2022.
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