La ventana de ‘Las hilanderas’
El Museo del Prado ha presentado un marco que permite tapar los añadidos de la célebre obra de Velázquez para que se vea “tal y como la concibió el maestro”
A Las hilanderas se les añadió un pedazo por cada costado tras la muerte de Velázquez. Durante más de dos siglos, el cuadro tuvo una bóveda con un ojo de buey, una cortina roja enorme y una puerta lateral con un respiradero enrejado. Hace unos días, el ...
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A Las hilanderas se les añadió un pedazo por cada costado tras la muerte de Velázquez. Durante más de dos siglos, el cuadro tuvo una bóveda con un ojo de buey, una cortina roja enorme y una puerta lateral con un respiradero enrejado. Hace unos días, el Museo del Prado presentó un marco ingeniosísimo, que permite tapar los añadidos para que la obra se vea “tal y como la concibió el maestro”.
No quisiera ser aguafiestas, pero es una afirmación arriesgada. Aunque Velázquez podría haberse imaginado que su cuadro sufriese modificaciones con fines decorativos, dudo mucho que concibiese su obra para acabar en un museo, alumbrada con luz homogénea y para satisfacción de los turistas. Es una obviedad: las condiciones de exhibición condicionan fundamentalmente a la pieza (podríamos decir que ser es ser percibido), así que debemos desechar cualquier simulacro que prometa llevarnos al original.
La idea de que la obra de arte es un ente autónomo es relativamente reciente y, por supuesto, posterior a Velázquez. En su época, las bellas artes servían para engalanar catedrales, palacios, despachos y todos aquellos lugares donde los poderosos querían proclamar, mediante objetos refinadísimos, que allí mandaban ellos. Conviene recordar que, además de pintor de cámara, don Diego tuvo el oficio de aposentador real, es decir, decorador al servicio de su majestad. No es de extrañar que, cuando quisieron colocar el cuadro en el nuevo Alcázar Real, se pidiera a otro pintor que lo adecuase a las dimensiones de la pared, cosa que me imagino que hizo con la mayor naturalidad. Lamentablemente, este añadidor desconocido ha sufrido una humillación innecesaria. Los conservadores del Prado no han tenido empacho en destacar la vulgaridad de sus pigmentos y lo chapucero de su imprimación. Pobre hombre.
Conviene recordar que, además de pintor de cámara, don Diego tuvo el oficio de aposentador real, es decir, decorador al servicio de su majestad
Aunque son perfectamente comprensibles los motivos que llevan a recuperar el reencuadre original, permitiendo así rescatar su lógica formal y cromática, no tengo claro si Las hilanderas es aquello que pintó Velázquez (el famoso “tal y como”) o la imagen de Las hilanderas que durante generaciones ha tenido un ventanuco redondo y todo lo demás. La obra de arte no es solo el artefacto material que sale de la mano del artista, sino todas esas relaciones simbólicas complejísimas que se establecen entre ella y los espectadores. Pasar de una cartela informativa (gracias a la que el visitante puede abstraer mentalmente el original del añadido) a la ocultación efectiva es una maniobra tajante, y en buena medida discutible.
Irónicamente, la instalación del nuevo marco (que parece más bien un diorama) puede tener una consecuencia inesperada, ya que nada interesa tanto como aquello que se oculta. En Étant donnés, la conocida obra de Marcel Duchamp, el espectador tiene que pegar el ojo a la mirilla y curiosear por la rendija. La tentación es irresistible. Puede que pronto veamos alrededor de Las hilanderas un corrillo de fisgones, que intenten entrever, por los márgenes del complicadísimo artefacto de la reencuadración ortodoxa, la pobre pintura del segundón que hizo aquel recado a mayor gloria del interiorismo. Visitantes que, remedando las palabras de Dalí, quieran recuperar el “aire más puro”, que además del que se encierra en Las meninas, es aquel que flota entre los arcos del fondo de Las hilanderas. Puede, incluso, que la ocultación dé pábulo a toda clase de teorías imaginativas y absurdas (como ocurre con ciertos cuadros de Leonardo) y se busquen códigos escondidos entre los pliegues desechados de las cortinas. Incluso, pasados los años y acrecentada la leyenda de que hay algo en ese cuadro que no se puede ver, intérpretes futuros (admiradores sinceros de la gran pintura española) vean en los colores ramplones y en la técnica mediocre algo parecido a lo que escribe Borges en Pierre Menard, autor del Quijote. “El fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes”, porque aunque los pasajes sean literalmente idénticos, allí donde Cervantes escribe a la manera de su época, Menard, que es francés, poeta simbolista y contemporáneo, practica un elevadísimo y autoconsciente ejercicio literario.
Llegando al extremo, puede que el añadido, pasados los años, sea reintegrado en la obra entre grandes honores. Sabemos que los criterios de restauración y conservación mutan con enorme facilidad. Puede que, incluso, en esa rueda de prensa se empleen alguno de los destartalados argumentos que hemos apuntado aquí. Lo descabellado va por épocas.
Joaquín Jesús Sánchez es crítico de arte y comisario.
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