La dinámica del botijo
Dos nuevas exposiciones reflexionan sobre la conjunción del hombre con el entorno natural a partir de la cerámica popular y la cultura del agua
Hay quien dice que el vientre abultado de las vasijas de barro es en realidad una alegoría de la barriga de la mujer. Eso de poner los brazos en jarra refuerza la idea de cuerpo y hasta el agua guarda una fuerte simbología femenina y fecundante. Botijos se les dice, en la España profunda, a los pechos grandes y, en su versión femenina, es el sinónimo de chiquillo en Uruguay y de alguien pasado de peso en México. Al igual que la piel de los humanos deja salir el sudor para refrescar el cuerpo, el botijo también suda a través de sus poros. Parece alquimia, pero en realidad se llama termodinámica...
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Hay quien dice que el vientre abultado de las vasijas de barro es en realidad una alegoría de la barriga de la mujer. Eso de poner los brazos en jarra refuerza la idea de cuerpo y hasta el agua guarda una fuerte simbología femenina y fecundante. Botijos se les dice, en la España profunda, a los pechos grandes y, en su versión femenina, es el sinónimo de chiquillo en Uruguay y de alguien pasado de peso en México. Al igual que la piel de los humanos deja salir el sudor para refrescar el cuerpo, el botijo también suda a través de sus poros. Parece alquimia, pero en realidad se llama termodinámica. Todo son virtudes en un botijo: es el mejor testigo del paso de las horas, no entiende de clases sociales y tiene la gracia de la polisemia. Cántaros, cantimploras, cantarillas, jarras, barreños, lebrillos o ritones siempre han sido los mecanismos populares que han contribuido a una gestión más eficiente del agua. Una gestión que, hace unos meses, se cotiza a la alza en Wall Street poniendo patas arriba cualquier idea de patrimonio tradicional y costumbres pretéritas.
Un paseo por el tiempo es lo primero que propone Asunción Molinos Gordo con sus botijos acumulados en la galería Travesía Cuatro, en Madrid, aunque bajo el título, ¡Cuánto río allá arriba!, se suman varias capas de información. Es un verso de Octavio Paz extraído de su poema Cántaro roto, que ya en los cincuenta cuestionaba la idea de progreso con la que los gobernantes disfrazaron la realidad de su país del mismo modo en que los mecanismos financieros han creado un espejismo de aguas caudalosas a partir del recurso más preciado de la tierra. Un tema urgente en una exposición incisiva e inteligente. Seguramente, una de las mejores que pueden verse ahora mismo en Madrid. Su mirada sobre la cultura del agua y la sabiduría rural se vuelven cada vez más fundamentales para reivindicar que el agua debe ser un bien común, lejos de especulaciones. La artista vuelve a utilizar el código escultórico basado en el lenguaje antropológico, como ha hecho ya en proyectos anteriores, como Dunia, Mulk o Description de l’Égypte. Aunque si hay uno que enlaza directamente con este proyecto es Como solíamos, que creó para el IVAM de Valencia, donde pudo verse hasta abril de este año. En él reproducía el trazado de acequias de la huerta valenciana, una obra de ingeniería hidráulica construida por los agricultores en la época andalusí.
En esta ocasión propone un collage cerámico cargado de licencias históricas, al mezclar elementos de ajuar nazarí con otras piezas típicas del Mediterráneo. Los botijos vienen a ser un cuaderno de bitácora donde se superponen vivencias y lecturas, ensoñaciones e investigaciones a través de múltiples creencias y disciplinas con la mitología, la etnografía, la antropología y la literatura. Una obra que nos arrastra de forma incesante hacia el pasado, retrocede arriba y abajo por este y otros mundos, por este y otros tiempos. Un proyecto que habla de la conjunción del hombre con el entorno natural. Del cuerpo como elemento supremo de la naturaleza. De mundos perdidos en los que exaltar la historia que los ha marcado.
Es una idea que uno reencuentra en la propuesta del británico Jonathan Baldock en La Casa Encendida, también en Madrid. Siendo a escala formal diametralmente diferente, también Baldock indaga en esa relación potencial con la tierra y la naturaleza. El sonido del agua se oye desde una de las esquinas. El viaje por la exposición se desvía en continuas digresiones, a veces literarias, a veces filosóficas o meditativas. También hay cerámica y arcilla, arpillera, cera de abeja, vidrio soplado o madera que invocan a los cinco elementos. Un abanico de fieltro representa el aire, una marioneta tiene relación con lo acuático, una vela encendida escucha con dos orejas y cinco taburetes aluden a la tierra mientras unos ojos gigantes dorados representan el éter. Es fácil sentirse extranjero ahí y que se instale una especie de estimulante vacío, un estado de ingravidez en el que flotas por un territorio que te es extraño, pero del que regresas más vacío aún pero con palabras. Con la certeza absoluta de que el viaje no tiene fin.
‘¡Cuánto río allá arriba!’. Asunción Molinos Gordo. Galería Travesía Cuatro. Madrid. Hasta el 30 de julio.
‘Aún aprendo’. Jonathan Baldock. La Casa Encendida. Madrid. Hasta el 26 de septiembre.
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