Música lejos
Vuelvo a Segura de la Sierra, en Jaén, al cabo de cerca de medio siglo para asistir a un festival inusitado que dirige el clarinetista Daniel Broncano
En un rincón fronterizo de mi provincia de origen he vivido durante unos días con una poderosa sensación de regreso y de reconocimiento. Cuando yo era muy joven y los viajes eran mucho más difíciles, la Sierra de Segura quedaba en un extremo lejano de la provincia de Jaén, al final de las líneas de los autobuses que en dirección contraria nos llevaban a Granada. Las carreteras eran estrechas, malas, llenas de curvas peligrosas. Los autobuses avanzaban a tumbos y roncaban en las cuestas arriba. Como se podía fumar en ellos, y se fumaba a conciencia, la mezcla del movimiento, del olor a tabaco y...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
En un rincón fronterizo de mi provincia de origen he vivido durante unos días con una poderosa sensación de regreso y de reconocimiento. Cuando yo era muy joven y los viajes eran mucho más difíciles, la Sierra de Segura quedaba en un extremo lejano de la provincia de Jaén, al final de las líneas de los autobuses que en dirección contraria nos llevaban a Granada. Las carreteras eran estrechas, malas, llenas de curvas peligrosas. Los autobuses avanzaban a tumbos y roncaban en las cuestas arriba. Como se podía fumar en ellos, y se fumaba a conciencia, la mezcla del movimiento, del olor a tabaco y a plástico recalentado de los asientos provocaba náuseas y hacía más largos y agotadores los viajes. Los maestros jóvenes que acababan de aprobar las oposiciones temían ser enviados a pueblos serranos tan pequeños que no aparecían en algunos mapas, y de los que se decían que quedaban aislados por la nieve en los inviernos. Los pueblos tenían nombres peculiares: Cortijos Nuevos, Santiago de la Espada, Hornos de Segura, Segura de la Sierra.
Una tarde veo desde el coche que me trae de Madrid un monte escarpado en el que se mezclan los pinos y los olivos, y al alzar los ojos un caserío blanco y, más alto todavía, la silueta maciza de un castillo, sus piedras doradas al sol del atardecer. Y entonces me acuerdo con perfecta claridad de una vez que estuve en Segura de la Sierra, hará cuarenta y tantos años, y de que al llegar al pueblo preguntamos cómo se podía entrar al castillo, y alguien nos indicó la casa de la vecina que custodiaba la llave. En los almacenes de la memoria hay estancias cerradas en las que todo se ha conservado con la mayor exactitud, museos meticulosos de momentos menores del pasado. La señora abrió la puerta de su casa y de un bolsillo del mandil sacó una llave enorme de hierro, y nos hizo entrega de ella sin mayor formalidad. El castillo se levantaba sobre una peña encima del pueblo. La llave había que girarla con las dos manos y provocaba una resonancia cavernosa. El recuerdo de la llave es preciso, pero el del interior del castillo casi se me ha borrado. Subiendo las últimas curvas escalofriantes hacia Segura de la Sierra intento recordar cómo era por dentro, pero me doy cuenta de que la imaginación usurpa la memoria: patios en ruinas sembrados de malezas, salas de techumbres cóncavas medio derribadas. Es el hábito tramposo de restaurar con invenciones lo que se ha olvidado.
Se ha borrado lo anecdótico, pero algo más profundo perdura, ese reconocimiento que se me ha ido despertando en oleadas desde que dejamos atrás los páramos horizontales de La Mancha y llegamos a las primeras estribaciones serranas, a las tierras rojizas del río Guadalimar, a esos parajes entre cultivados y agrestes, con dehesas de encinas, con ondulaciones de cerros de olivares, que trepan obstinadamente por laderas en las que será tan difícil el cultivo como la recogida. Una parte de ese reconocimiento, que estremece las honduras del alma, el núcleo secreto de lo que es más uno mismo, tiene que ver sin duda con la sobriedad de estos paisajes, que sin embargo no llega a lo áspero o a lo hosco. Hay una belleza sobria en las gamas de colores, el rojizo y el ocre de la tierra, los verdes sombríos de las encinas y los pinos, los verdes agrisados de los olivos, como tocados siempre por el polvo de los caminos. Hay una limpieza peculiar en el cielo, surcado por aves rapaces solitarias, una gradación de azules y morados en ese horizonte de sierras al que nos vamos aproximando. Son los lugares que veía de joven cuando regresaba a mi tierra después de los primeros viajes, las primeras salidas entre ilusionadas y temerosas al mundo exterior. Esos colores de la tierra y de la vegetación, esos cielos, esos horizontes, se conjugaban para hacerme saber que estaba de vuelta, y que, por muy lejos que me hubiera ido o muchos otros lugares en los que tuviera la tentación de irme a vivir, este territorio concreto y tal vez no excepcional ni particularmente memorable era el mío, o yo era de él. Por eso algo vibraba dentro de mí justo al verlo de nuevo, incluso cuando hubiera preferido no volver, incluso cuando todos los intereses y los afanes de mi vida estuvieran en otra parte.
Vuelvo a Segura de la Sierra al cabo de cerca de medio siglo para asistir a un festival inusitado que se titula Música en Segura, y que ha fundado y dirige desde hace unos años el clarinetista Daniel Broncano. Uno de los lugares de mi pasado resulta haberse convertido con gran éxito en una celebración de lo mejor del presente. En esta “periferia de la periferia”, como él dice, Broncano se las ha arreglado para atraer a músicos jóvenes y extraordinarios, que se mueven con máxima desenvoltura, con una casi temeraria felicidad, entre el repertorio clásico y las vanguardias, entre la solvencia exigente de las tradiciones y el júbilo y el juego de la experimentación. Un cuarteto de cuerda toca a Schubert en un claro de un bosque. Un percusionista da un concierto golpeando piedras y troncos de árboles. La violista Isabel Villanueva toca Schumann acompañada al piano por Antonio Galera y luego participa a media noche en un espectáculo de luces y música electrónica. Elvira Lindo y Antonio Galera mezclan literatura y música, y viajan de las nanas populares que amaron Falla y Lorca a una vindicación del valor de las artes en la educación pública y en la cultura democrática.
He ido a Segura de la Sierra a escuchar música y he podido escuchar algunas obras maestras del silencio. Desde un mirador, a una hora todavía fresca de la mañana, veo la torre de la iglesia, que es de esa piedra arenisca frecuente en la arquitectura del renacimiento en estas tierras, y en torno a ella la danza giratoria de las golondrinas, y más allá un panorama de valles y montes boscosos que se despliega como los paneles sucesivos de una pintura china. No sé cuánto tiempo hacía que no experimentaba un silencio tan reparador como este. En ese silencio se perfilan luego los pasos sobre los adoquines de las cuestas, las campanadas del reloj en la torre de una iglesia, el chorro de agua muy fría en una fuente. Haber vuelto es como no haberse ido nunca.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.