Entrenando a Pablito
En la escuela, la vieja pedagogía indicaba que, si alguien escribía una palabra con faltas de ortografía, debía repetir varias veces la versión correcta en un cuaderno
Hoy se debate en Francia cómo volver igualitaria una ortografía que tiene formas diferentes para el masculino y el femenino. Quienes estudiaron francés como segunda lengua aprendieron que su ortografía presenta mayores dificultades que el español. Y también se enteraron de que la dictée es uno de los capítulos fundamentales de los exámenes escritos. Recuerdo a Ariel Maudet, director de la Alianza Francesa de Buenos Aires, impecablemente vestido, recorriendo con paso lento el pasillo central del aula donde se ubicaban los...
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Hoy se debate en Francia cómo volver igualitaria una ortografía que tiene formas diferentes para el masculino y el femenino. Quienes estudiaron francés como segunda lengua aprendieron que su ortografía presenta mayores dificultades que el español. Y también se enteraron de que la dictée es uno de los capítulos fundamentales de los exámenes escritos. Recuerdo a Ariel Maudet, director de la Alianza Francesa de Buenos Aires, impecablemente vestido, recorriendo con paso lento el pasillo central del aula donde se ubicaban los candidatos al certificado final. Todavía en sexto año debíamos pasar por la prueba de la dictée. Después escribíamos una disertación de cuatro páginas sobre algún tema literario. Si tenía la más pequeña y aviesa incorrección ortográfica, se nos lo echaba en cara como un defecto no admisible a esa altura del aprendizaje, cuando ya habíamos leído a Racine y a Balzac.
Una de las formas que nos sugerían para prepararnos era copiar textos. En mi caso esas copias me iniciaron en la gran literatura, ya que la señorita Wisé, una exiliada polaca que hablaba un francés perfecto porque eso caracterizaba entonces a las capas intelectuales y a los cultos en Polonia, elegía los textos para ejercitarme. A los 10 años, me dictaba párrafos de Jean Giono y Alphonse Daudet, que yo reproducía sin entender, solo esmerándome en no cometer errores.
El inglés me resultaba más fácil, por dos razones. La primera: su ortografía no es tan rebuscada como la francesa, que exige dominar tres tipos de tilde, diferenciados de acuerdo con el sonido de la vocal “e” sobre la que recaen. La segunda es que, en la escuela, me enseñaban ortografía inglesa mediante la sencilla técnica del spelling o deletreo de palabras sueltas que se iban aprendiendo de memoria. Eran largas listas que alguien de mi casa enunciaba y controlaba si yo las había deletreado correctamente. Liberada de la longitud de una frase, las palabras se simplifican de manera milagrosa. También se aprende a hablar con la simple sintaxis de la niñez.
Las fotografías de las revistas de decoración muestran pocas bibliotecas en casas elegantes, donde los libros son objetos decorativos
El consejo de que para escribir sin errores es necesario leer mucho en la lengua que se está aprendiendo fue un motor de mi contacto con el francés. Además, mi gramática estaba repleta de auténticos ejemplos literarios en vez de esas estúpidas frases breves con una sintaxis infantilizada y vacía de valor estético. Debo reconocer que tal estrategia de enseñanza pertenece a una pedagogía elitista destinada a estudiantes que tienen varios estantes de biblioteca a su disposición. Sin embargo, no era obligatoria la presencia de esos nutridos estantes ni siquiera en la casa de quienes habrían podido comprar los libros ausentes de sus paredes. Las fotografías de las revistas de decoración muestran pocas bibliotecas en casas elegantes, donde los libros son objetos decorativos contra superficies blancas interrumpidas por jarrones, cuadritos, tejidos y recuerdos de viaje.
Mi casa fue la primera que había construido, en los años 1940, un arquitecto defensor del estilo moderno; las bibliotecas eran huecos rectangulares en las paredes. Sin libros, esos estantes habrían sido inexplicables. Pero a nadie se le ocurría que no fueran inmediatamente ocupados por los libros de sus dueños.
Por otra parte, estaban las grandes enciclopedias que los niños consultábamos. Yo tenía a mi disposición los tomos de El tesoro de la juventud. A ningún pedagogo se le antojaba que ese tesoro debía ser sencillo ni en su sintaxis, ni en las palabras que utilizaba. Iba aprendiendo así ortografía a medida que me enteraba del nombre de los planetas, los prodigios de la botánica o de la química y los grandes hechos del pasado. Las ilustraciones me iniciaban en una especie de art nouveau, disimulado por el indispensable realismo. La ortografía me entraba por el lado del interés en ese tesoro, no por el lado de la corrección de mi escritura.
En la escuela, la vieja pedagogía indicaba que, si alguien escribía una palabra con faltas de ortografía, debía repetir varias veces la versión correcta en un cuaderno que servía como borrador, y luego construir con ella dos o tres frases. Todo esto no liquidaba las faltas de ortografía, pero les daba un lugar en el aprendizaje. Décadas después, leí un libro de pedagogía a la moda, donde se le proponía a un niño de seis años que escribiera su nombre. El niño, que se llamaba Pablo, hizo un garabato. Su adorable guía le dijo: “Muy bien, Pablito, y ahora, ¿no se te ocurre escribirlo de otro modo?”. Pablo hizo varios garabatos, hasta alcanzar el dibujo de una P. “Eso, Pablito, así comienza tu nombre”, le dijo quien había acogido con ternura y paciencia todos los garabatos anteriores.
Ignorante de la pedagogía y partidaria de la ortografía, pensé que Pablo debía de ser hijo de ricos, porque con ese método le iba a llevar bastante tiempo aprender a escribir correctamente 200 palabras. Pero, si su familia era rica, no había apuro. Podía acarrear sus faltas de ortografía hasta llegar a gerente de empresa.
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