La farmacéutica de Olot, 492 días secuestrada
Maria Àngels Feliu protagonizó hace tres décadas uno de los sucesos más impactantes de la historia reciente de España. Su historia, sin embargo, nunca se había contado por completo. El periodista Carles Porta lo relata ahora en un libro. Adelantamos las primeras páginas de la obra, que este miércoles llega a las librerías publicada por Reservoir Books
El 20 de noviembre de 1992 secuestraron a Maria Àngels Feliu Bassols, farmacéutica de Olot. Esta mujer, madre de tres hijos, pasó 16 meses bajo tierra, enterrada viva en un agujero del tamaño de un armario. Arañas, hormigas, ratas, serpientes y humedad fueron sus compañeras de cautiverio. Mientras se consumía luchando por sobrevivir, en la superficie no dejaban de acumularse errores policiales y judiciales, a los que se sumaba el comportamiento voraz de la mayoría de los medios de comunicación. Estaba sola en aquel agu...
El 20 de noviembre de 1992 secuestraron a Maria Àngels Feliu Bassols, farmacéutica de Olot. Esta mujer, madre de tres hijos, pasó 16 meses bajo tierra, enterrada viva en un agujero del tamaño de un armario. Arañas, hormigas, ratas, serpientes y humedad fueron sus compañeras de cautiverio. Mientras se consumía luchando por sobrevivir, en la superficie no dejaban de acumularse errores policiales y judiciales, a los que se sumaba el comportamiento voraz de la mayoría de los medios de comunicación. Estaba sola en aquel agujero y, sin saberlo, afuera empezaba a formarse una montaña en su contra. No era una conspiración, era un caso de negligencia colectiva.
A finales de 1993 declararon a Maria Àngels oficialmente muerta y dos hombres pasaron injustamente seis meses en la cárcel. Pero el 27 de marzo de 1994, cuando llevaba 492 días malviviendo bajo tierra, fue liberada. Aquella pesadilla, increíble pero real, llegaba a su fin. Sin embargo ―caprichos del destino― empezaba a asomar otra pesadilla, tan malévola y rocambolesca como la que la precedía o quizá incluso peor. La condición humana es una interminable caja de sorpresas. Para bien y para mal. Varios medios dieron voz a personajes que aseguraban que el secuestro no había existido, que lo había organizado todo ella misma para cobrar el rescate, e hicieron circular mentiras sobre su vida, su familia y su sexualidad hasta que la justicia los obligó a callarse.
A finales de 1993 declararon a Maria Àngels oficialmente muerta y dos hombres pasaron injustamente seis meses en la cárcel.
No se detuvo a los verdaderos autores hasta siete años después del secuestro, en marzo de 1999. La Audiencia de Girona condenó a cinco personas a largas penas de prisión, que ya han sido cumplidas.
Veintiocho años han pasado, y todavía no se ha contado la historia completa de aquel secuestro. En estas páginas intentaré hacerlo.
Antes de empezar este proyecto hablé con Maria Àngels Feliu gracias al periodista Josep Miquel Bolló, un amigo común. Según me dijo, su deseo era que yo no hiciera nada y que todo el mundo olvidase la historia, pero comprendía a la vez que yo quisiera escribir el relato completo. “No puedo prohibírtelo. Haz lo que quieras –me dijo–, deja claro que a mí no me parece bien remover el pasado y que no quiero participar. Lo único que te pido es que no me hagas más daño”. También eso lo intento aquí.
He podido consultar el sumario y la sentencia, he tratado con mucha gente, he escuchado a conciencia todas las horas del juicio, que han sido mi principal fuente de información, y no me he inventado nada. Todo lo que vais a leer ha salido de la boca de sus protagonistas. La única licencia narrativa que me he permitido ha sido dramatizar algunos diálogos, pero lo que en ellos se dice consta, de un modo u otro, en documentos y declaraciones oficiales.
El secuestro
1
En aquella época, Olot no era famoso. Y nadie hubiese imaginado que esa noche de 1992 iba a cambiarlo todo, y de qué manera.
Sucedió un viernes de finales de otoño. Ya no se hablaba de los Juegos Olímpicos de Barcelona, que habían deslumbrado al mundo. En Olot había una decena de farmacias. La situada en el número 10 de la carretera de Santa Pau era propiedad de dos hermanas: Carme y Maria Àngels Feliu Bassols.
Maria Àngels era la menor de cinco hermanos, contaba 34 años, estaba casada con Paco Pérez y tenía tres hijos: Fran, de cinco años; Maria Àngels, de tres y medio, y David, de dos. Vivían en el número 2 de la calle Pere Lloses, en un bloque de pisos conocido como el edificio Serblay o el edificio del RACC, porque en los bajos estaban las oficinas del Reial Automòbil Club de Catalunya. Muchos días, cuando los tres hijos salían de la escuela, antes de volver a casa pasaban un rato en la farmacia haciendo deberes o dibujando.
Es un viernes, 20 de noviembre de 1992. El hijo menor de Maria Àngels hoy no se encuentra muy bien y pasa la tarde en la farmacia con su madre. Al caer la noche, ella misma lo lleva a casa porque sus otros dos hijos ya han terminado las actividades extraescolares y Paco, su marido, ha salido de la imprenta y podrá encargarse de ellos. Así que Maria Àngels deja al pequeño y vuelve a la farmacia para finalizar el turno. Faltan apenas unos minutos para las nueve. Ella termina de preparar una fórmula para una clienta y su hermana Carme hace el cierre de caja cuando entra un amigo.
—No trabajéis tanto que no vais a saber qué hacer con tanto dinero ―les dice el amigo mientras aún suena la campanilla de la puerta―. Venga, vamos a tomar algo.
―Sí, vamos, yo ya he acabado ―dice Carme―. Maria Àngels, ¿cómo lo llevas?
―Yo también estoy lista, pero no puedo. Me esperan Paco y los niños, que tenemos que...
Carme la interrumpe:
―Nena, no te irá mal dedicarte un rato para ti.
―Claro, Maria Àngels. Venga, solo una copa... ―insiste el amigo.
Van a la cafetería La Garrotxa, de la plaza Clarà, a cinco minutos de la farmacia, justo delante de donde vive Carme, que es la hermana mayor, con los patriarcas de los Feliu Bassols.
Al principio Maria Àngels no sabe si atreverse, duda, pero al final se suelta y pide un cubata de ron con Coca-Cola. “Qué narices, un día es un día”, piensa, a la vez que observa de reojo la puerta, como si temiera que en cualquier momento fuera a irrumpir su padre, Tomàs Feliu de Cendra, uno de los mandamases de la comarca.
Un socio de su padre exdirigente del Banco Industrial de los Pirineos también sufrió un secuestro. Logró escapar
Pero el señor Feliu hoy no va al bar porque tiene un invitado que atender, Ramon Roca, un exdirigente del Banco Industrial de los Pirineos. De hecho, se trata de un exsocio, porque Tomàs Feliu fue también uno de los fundadores de ese banco, que acabó yéndose a pique. El señor Roca, que tiene su negocio en Tàrrega (la conocida fábrica Ros Roca) y vive en Agramunt, sufrió un secuestro tiempo atrás, a manos de tres encapuchados. Lo condujeron hasta una mina de Mequinensa, junto al Ebro, pero logró escapar, sin saber todavía muy bien cómo. Es justo lo que Ramon Roca está contándole a Tomàs Feliu mientras cenan en un restaurante y mientras las dos hijas de los Feliu apuran sus cubatas en el bar La Garrotxa.
―¡Va, otra ronda! ―dice el amigo.
―No. Ni hablar ―lo corta Maria Àngels―. Con uno ya tengo bastante. Me esperan en casa. ¡Adiós!
A Maria Àngels a veces le dan arrebatos. En un santiamén ha salido del bar y se dirige a su coche, un Renault 25 plateado que tiene aparcado allí mismo. Quizá llegaría antes a pie, pero hoy va en coche.
Cuando se pone en marcha, no se da cuenta de que tres hombres la siguen desde otro vehículo.
Mientras apura el cubata, Maria Àngels no sospecha que es la tercera vez que intentan secuestrarla
Ni por asomo sospecha Maria Àngels que dos agentes de la Policía Municipal de Olot, Toni Guirado y Pepe Zambrano, y un amigo suyo de Camprodon, el Pato, llevan rato vigilándola. En realidad, la han acechado durante meses. Y peor aún: es la tercera vez que intentan secuestrarla. Las dos anteriores, por causas peregrinas, les faltó valor en el último momento. En la primera ocasión hubo un malentendido sobre el lugar donde debían reunirse antes de empezar a actuar; en la segunda, uno llegó tarde y los otros dos se pusieron nerviosos. Esta vez no pueden fallar.
2
Hoy, viernes 20 de noviembre, el municipal Pepe Zambrano está de baja y su compañero Toni Guirado se ha tomado el día libre. Guirado está hasta el cuello de deudas y Zambrano es un drogadicto que siempre necesita dinero. El tercero, el Pato, se ha sumado a última hora a ver qué puede pescar. Los tres necesitan pasta de manera urgente.
Hacia las nueve y media de la noche, Maria Àngels llega al número 2 de la calle Pere Lloses con su Renault 25 plateado. Es una calle estrecha, de una sola dirección, con coches aparcados a ambos lados. El edificio Serblay queda a la izquierda. Es un bloque alto, de seis pisos, de obra vista y con los balcones blancos. La capital de la Garrotxa ya tiene treinta mil habitantes y los bloques de pisos forman parte del paisaje urbano, pero la apariencia de ciudad no puede ocultar que la comarca queda lejos de todo; las carreteras principales no son lo bastante buenas y se mantiene cierto aislamiento histórico que les da un carácter algo cerrado a sus habitantes.
Cuando Maria Àngels quiere meterse en el parking tiene que esperar primero a que salga el BMW de un vecino. Luego, ella ha de abrirse un poco hacia la derecha para esquivar los contenedores de basura que hay justo al lado de la entrada y, de paso, encarar mejor el coche. La puerta es muy estrecha y le preocupa rayarlo; es un vehículo grande y teme dar en algún canto. Entra aprovechando que la puerta del garaje (ella lo llama “garaje”) aún está abierta. El mecanismo va muy lento, le cuesta mucho abrirse y cerrarse. “Algún día se colará alguien y desvalijará todos los coches”, piensa mientras se dispone a aparcar en su plaza. Es un espacio pequeño y siempre le cuesta maniobrar. Tiene prisa porque se ha entretenido con el cubata, pero sabe que si va demasiado rápido será aún peor.
Ya está. Apaga las luces, detiene el motor, saca las llaves, sale del coche, cierra la puerta delantera, abre la de atrás y coge el bolso rojo que tiene en el asiento; está lleno de fotos de los niños. Las ha recogido al mediodía en casa de sus padres porque quiere ordenarlas durante el fin de semana. El parking está muy poco iluminado, algo de lo que ella siempre se queja. Ya va camino del ascensor, a pulsar el botón, cuando de repente oye una voz de hombre, seca y fuerte:
―¡Alto! ¡Las llaves del coche!
Aún no se ha dado la vuelta y ya lo tiene encima. Se queda pasmada, no sabe qué ocurre ni qué hacer. Ve además que hay otro individuo al otro lado. “¿Puede ser que vayan encapuchados? ¿Lo que lleva es una escopeta de cañones recortados?” Y mientras, inconscientemente, hace el gesto de alargar la mano hacia el lugar donde tiene las llaves, vuelve a oír al hombre, que grita de nuevo:
―¡Las llaves del coche!
El encapuchado le quita las llaves de la mano de un tirón y la agarra del codo. Abre rápidamente el coche y le indica que suba atrás, por la misma puerta por la que ella ha sacado hace un momento el bolso rojo.
El encapuchado le quita las llaves de la mano de un tirón y la agarra del codo. Abre rápidamente el coche y le indica que suba atrás
―¡Sube al coche!
Entretanto, el otro encapuchado se mete en el coche por la otra puerta, la agarra por la cabeza para que se agache y le hace arrodillarse entre los asientos. Va abrigada, lleva un jersey de cuello alto de angora y una chaqueta que tiene una capucha con un borde como de zorro que se ha comprado hace apenas una semana. El policía municipal transformado en secuestrador que está sentado a su lado le retira la mano de la cabeza para encañonarla en el mismo punto con la recortada. Ella nota la dureza del arma.
―Si te mueves, te pego un tiro.
Se dirigen a la rampa de salida, pero la puerta del parking se abre a una velocidad que a los dos municipales les parece extremadamente lenta. Entonces ven que el camión de la basura les está tapando la salida. Está vaciando los contenedores que hay justo al lado de la puerta.
En ese momento, una vecina, la señora Linares, que viene precisamente de tirar la basura, aprovecha que la puerta está abriéndose y se mete en el aparcamiento; así no tiene que ir hasta la entrada principal. Baja por los escalones que hay al lado de la rampa. Ve que el Renault 25 de Maria Àngels está esperando para salir. Lo reconoce porque es el único de ese modelo que hay en todo el parking y porque tiene buena relación con la familia Pérez Feliu.
“Vaya, deben de salir a cenar, ahora los saludarás”, piensa la vecina, que hace ademán de acercarse al coche, pero en el último instante le parece que los cristales están tintados de negro, muy oscuros, y, por lo que fuere, decide no hacerlo. No se ha fijado en quién conduce.
Maria Àngels, agachada dentro, nota que el coche acelera y luego oye una voz que exclama, angustiada:
―Pibe, ¡vas en dirección contraria!
Y otra que responde:
―¡Ya lo sé, joder!
Y ella, susurrando, se dice: “Madre mía, para robarme no era necesario salir del garaje. Esto es que quizá quieren violarme”.
Y ella, susurrando, se dice: “Madre mía, para robarme no era necesario salir del garaje. Esto es que quizá quieren violarme. ¡Ay, Dios mío! ¡Y mis hijos esperándome! Dios mío, ayúdame, no dejes que me hagan daño”.
La vecina, como un pasmarote, ha visto que el coche salía disparado hacia la derecha, contradirección. Por el otro lado no podían pasar porque el camión taponaba toda la calle. No entiende nada, pero dirige la mirada a la parte superior de la rampa, por donde acaba de huir el Renault, y le parece que los dos hombres del camión de la basura quieren decirle algo. Sale del garaje.
―¿Sabes de quién es ese coche que ha salido?
―Sí, claro, iba a saludarlos, pero no he podido. Es el coche de Maria Àngels.
―Pues ¿no te importaría ir a decirles que se lo acaban de robar? Porque he visto a un encapuchado con gafas.
La vecina, asustada y con el corazón acelerado, sube al piso de los Pérez Feliu y llama con insistencia. Abre Paco, que lleva a su hijo menor en brazos.
―Oye, acaban de robarte el coche. Me lo acaba de decir el señor del camión de la basura.
―No puede ser. Si Maria Àngels no ha llegado...
―Sí que puede ser. He visto que era vuestra matrícula. ¿Habéis tintado los cristales últimamente?
―No, no, no. Debes de haberte confundido.
―Es el único Renault 25 que hay en todo el garaje.
―No puede ser. A ver, vamos a bajar, y cálmate, que estás muy nerviosa.
Paco llega a la calle. Encuentra ya a un grupo de personas reunidas en la puerta. Están todos asustados, y los basureros les están contando que casi los atropellan.
El marido de Maria Àngels Feliu, que ve que el lío va en serio, llama a su cuñada Carme para que venga y se encargue de los niños. Ante la incredulidad inicial, los basureros logran convencerlo de que es cierto que les han robado el coche, y ahora sí teme que le haya pasado algo a su mujer. Nervioso, antes de que llegue su cuñada, sube a los niños al piso de otro cuñado suyo, Xevi.
Dos hermanos de Maria Àngels, Xevi y Tomàs, viven en el mismo bloque, puerta con puerta, dos pisos por encima del suyo. Pero como Carme y Maria Àngels llevan juntas la farmacia, lo primero que se le ha pasado por la cabeza a Paco ha sido llamar a Carme. Además, sabe que en casa de Xevi hay una cena con amigos y no quiere molestarlos, y Tomàs tiene un bebé de 17 días. Sin embargo, está tan preocupado que, antes de que llegue Carme, sube y les cuenta que algo ha pasado con el coche de Maria Àngels y les pide que se queden con los niños, que él bajará de nuevo a la calle a ver qué descubre. Pero Xevi lo acompaña, y Dolors, su mujer, se queda con los críos y avisa al otro hermano, Tomàs, y a su mujer, Paloma. Los que no bajan a la calle se agrupan en el piso de Xevi Feliu.
Abajo, delante del número 2 de la calle Pere Lloses, ya se han reunido ocho o diez personas: vecinos, familiares y los dos basureros, José Antonio y Sebi, que no dejan de repetir lo que han visto hace un rato.
―Hoy solo traigo a un ayudante y he tenido que bajar de la cabina para ir a la parte de atrás a echar una mano ―explica Sebi―. Cuando ya habíamos enganchado el contenedor y regresaba a la cabina, he visto un coche que quería salir y con señas le he dado a entender: “Tranquilo, ahora nos marchamos, no queremos molestar”, y me he subido a la cabina. Entonces he oído unas ruedas que chirriaban y digo: “¿Qué coño hace este?”. Vuelvo a bajar y voy atrás, donde estaba mi ayudante, y me dice que el coche ha salido de malas maneras y que, en lugar de ir hacia arriba, se ha ido calle abajo, hacia la avenida Reis Catòlics.
―El interior del coche estaba oscuro, pero algo brillaba y parecía que era una cara tapada y unas gafas ―dice el ayudante.
Eran las gafas de Guirado, que, en ese mismo momento, está conduciendo a toda pastilla, en dirección a las afueras, el Renault 25 con el que han secuestrado a la hija menor de los Feliu. Maria Àngels no sabe cómo reaccionar e intenta colaborar y facilitar las cosas. De repente recuerda que en el bolso lleva la recaudación semanal de la farmacia. Cuando nota que la escopeta ya no le presiona la cabeza, se atreve a hablar, pero sin mirar al secuestrador que está a su lado.
“En el bolso hay dinero”, dice. Pero un secuestrador la corta en seco: “¡No somos chorizos!”
En casa me esperan mis hijos, hoy en la tele dan el programa del Antoni Bassas, es sobre familias y queríamos verlo con los niños... ―Y, levantando un poco más la voz, les dice―: En el bolso hay dinero...
El secuestrador que está en el asiento trasero con ella, Pepe Zambrano, la corta en seco:
―¡No somos chorizos!
Ella se pone a rezar en silencio: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre... Por favor, no dejes que me hagan daño. Estos me tirarán por un barranco y mis hijos se quedarán sin madre. No lo permitas, Señor. No lo permitas, por favor”. En ese instante, un poco más serena, se da cuenta de que ya no lleva las gafas y de que por un lado de la nariz le baja un chorrito de sangre. Cuando la han obligado a agacharse se le han clavado las gafas en la nariz y se le han caído. Lo que le preocupa no es la sangre. Sabe que es poca cosa, un rasguño. “¡Sin gafas no veré nada!” No se atreve a decirlo ni a moverse.
Cuando la han obligado a agacharse se le han clavado las gafas en la nariz y se le han caído. “¡Sin gafas no veré nada!”, piensa
Con Guirado al volante y Zambrano en el asiento de atrás apuntando a la cabeza de Maria Àngels, el vehículo circula a toda velocidad por un camino de las afueras de Olot en dirección a la Fageda. Salir del núcleo urbano ha sido fácil, pero con los nervios no caen en la cuenta de que salir contradirección y casi atropellando a los basureros ha sido una maniobra tan aparatosa que en pocos minutos toda la ciudad sabe que algo grave ha pasado con ese Renault 25. Ahora van tan deprisa que los bajos del coche tocan el suelo cada vez que encuentran un bache.
Se dirigen al Triai, una zona en la que hay una cruz enorme, blanca, en homenaje a doce fusilados, supuestamente fascistas, del año 36. Es un lugar amplio, con pocas casas. Ellos, que como policías municipales suelen patrullar por allí, saben que vive muy poca gente y que esa noche no pasará ningún agente. Los viernes toca patrullar por otras zonas de la ciudad.
La noticia del robo, porque en aquel momento de la noche solo se habla de robo, llega a la mesa en la que cenan los padres de Maria Àngels con el matrimonio Roca. Los Feliu acaban de escuchar el relato de su invitado, el miedo que pasó ese hombre alto y fuerte en su Mercedes cuando lo secuestraron y cómo consiguió desatarse cuando lo tenían dentro de una mina de Mequinensa. Al enterarse de que su hija menor quizá estaba en el coche durante el robo, dan la cena por terminada, se despiden de los Roca y se dirigen a la calle Pere Lloses para averiguar qué demonios ha pasado.
‘La farmacéutica. 492 días secuestrada’. Carles Porta. Traducción de Noemí Sobregués. Reservoir Books. Se publica el 3 de marzo.