Ficciones socialdemócratas
En las series nórdicas se transparenta una cierta medianía próspera, que no puede existir sin un Estado de bienestar muy arraigado
En el primer cuarto de hora de la serie noruega 22 de julio ya se han suscitado algunos asuntos esenciales para una sociedad democrática: el impulso hacia la privatización de la sanidad pública, el valor de la acción sindical en la defensa de los trabajadores, la integración de los inmigrantes, la responsabilidad del periodismo informativo y riguroso en la denuncia de los abusos. En España circula la desoladora creencia de que el compromiso político y social de las artes requiere, o al menos justifica, una cierta...
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En el primer cuarto de hora de la serie noruega 22 de julio ya se han suscitado algunos asuntos esenciales para una sociedad democrática: el impulso hacia la privatización de la sanidad pública, el valor de la acción sindical en la defensa de los trabajadores, la integración de los inmigrantes, la responsabilidad del periodismo informativo y riguroso en la denuncia de los abusos. En España circula la desoladora creencia de que el compromiso político y social de las artes requiere, o al menos justifica, una cierta tosquedad formal y una machacona pedagogía ideológica. 22 de julio, como otras series escandinavas y alemanas, deslumbra por el poderío de sus imágenes, por su fuerza narrativa, por la verdad concreta de cada uno de los personajes, centrales o episódicos. También, hay que decirlo, por un sentido estético a la vez refinado y austero que está en todas las cosas, en los espacios privados y en los públicos, en las barriadas de viviendas sociales con arquitectura de primera calidad, en los interiores de edificios administrativos o centros hospitalarios o escolares.
La necesidad de evasión es cada vez más fuerte en estos tiempos de calamidad sanitaria e incurable pesadumbre política. Cada uno se evade como puede, cocinando o escuchando música, sumergiéndose en lo mejor de su trabajo, sentándose al final del día delante de una pantalla con la expectativa de dejarse llevar por una buena historia. Yo he descubierto que estas series europeas, escandinavas sobre todo, que pueden verse en la providencial Filmin, me ayudan a desintoxicarme de la omnipresencia estética de la ficción americana, con sus amaneramientos y sus inercias ya insufribles, y sobre todo me sirven como antídoto de la tristeza política española. Como esas personas que tienen vidas íntimas mediocres y encuentran su compensación imaginaria en las novelas románticas, yo me doy cuenta de que las series escandinavas me gustan tanto porque me consuelan de la sordidez civil que ya parece inseparable de mi ciudadanía española.
Que uno tenga sueños modestos no significa que no vaya a serle negado su cumplimiento. Igual que cuando era funcionario municipal soñaba con vidas estimulantes y hasta algo disipadas en capitales extranjeras, ahora sueño con vivir en un país que se parezca a los que veo en esas series. En las americanas siempre acaba asistiendo uno a procesos judiciales despiadados, a escenas nocturnas en las que un abnegado agente del FBI o de la CIA llama por teléfono desde la habitación de un motel y no encuentra levantados a sus hijos pequeños, o por mucho que lo intenta no llega a tiempo al partido de béisbol o a la función del instituto. En las series americanas los personajes son estereotipos, en gran parte porque la vida americana fuerza a las personas a actuar como tales en la realidad. Los policías son hercúleos y con frecuencia brutales, aunque también heroicos, y hasta los peores asesinos acaban despertando compasión, porque la crueldad del sistema de la justicia y de las cárceles en Estados Unidos es de una inhumanidad que no se merece nadie.
En las series, igual que en la realidad, prefiero a los policías europeos, y más todavía a los nórdicos, y también prefiero saber que ningún personaje va a quedarse sin seguro médico, ni va a ser condenado a muerte, ni a perecer de viejo en la cárcel. En las ficciones americanas siempre están presentes las diferencias abrumadoras de clase, los apartamentos y las casas de campo de los ricos, la miseria de las barriadas marginales, o de esa pobreza desolada que absurdamente nos parece estética porque el cine la ha retratado favorablemente muchas veces. En las series nórdicas se transparenta una cierta medianía próspera, que no puede existir sin un Estado de bienestar muy arraigado, sin una Administración pública eficiente y no desmantelada ni corrupta, sin una conciencia comunitaria que forma ya parte de la manera de ser y de estar en el mundo de una gran parte de la ciudadanía. Las ficciones americanas están empapadas de capitalismo y de individualismo: cuentan historias de gente que va a lo suyo, que asciende sin miramiento o se hunde sin remedio, que no puede descansar nunca en el crispado empeño del éxito o de la simple supervivencia. La psicopatía de los poderosos da tanto miedo como la de los asesinos en serie.
En este momento de mi vida, prefiero las ficciones socialdemócratas. Quizás ya he cubierto mi cupo de historias con asesinos en serie que engordan como animales blandos bajo las luces fluorescentes de prisiones de máxima seguridad, impartiendo sus sabidurías malsanas a los agentes del FBI que los persiguieron. Me intriga y me apasiona mucho más la historia que se cuenta en la serie sueca El restaurante, donde capítulo a capítulo, durante tres temporadas, se despliegan y se entrelazan destinos singulares, y además se asiste a la lucha por los derechos sindicales, la universalización de la enseñanza, la igualdad entre hombres y mujeres. La danesa Borgen es un retrato admirable del ejercicio del poder político en una democracia tan sometida a las exigencias del imperio de la ley como de la equidad y la transparencia. La noruega Nobel examina con perfecta seriedad, pero también con un extraordinario sentido de la intriga, la responsabilidad de los militares que intervienen en misiones internacionales, la tensión entre las exigencias del secreto de Estado y el control democrático.
“Socialdemócrata” es un adjetivo que da mucho juego en España. Algunos lo usamos para manifestar con precisión nuestras opciones políticas y sociales. Pero hay columnistas de la fértil escuela española del sarcasmo que cuando llaman a alguien socialdemócrata parece que lo están llamando retrasado mental, como si la palabra fuera un sinónimo de blandura o de tonto buenismo, con su deriva imperdonable de sensibilidad o sensiblería ecologista y hasta de rechazo del maltrato a los animales. En España hay una masculinidad intelectual crepuscular que se irrita y se encrespa misteriosamente ante cualquier defensa de un medio ambiente no arruinado por la sobreexplotación y el despilfarro y de ciudades no sometidas a los coches y hospitalarias para los ciclistas y los caminantes. Como socialdemócrata y ciclista y caminante que soy y defensor de la igualdad me gustan esas series en las que alguien, hombre o mujer, con una alta responsabilidad en un Gobierno, en una escuela, en un periódico, llega en bici a su trabajo y lo cumple con un máximo de honradez y eficiencia. No son personajes de ficción: en mi país también hay gente así, a pesar de la toxicidad y la corrupción de la política. Gracias a esa gente no nos hemos hundido.