SILLÓN DE OREJAS

Un año poco olvidable

La capacidad de reinventarse de los libreros y la increíble colaboración de los lectores han hecho que la catástrofe pronosticada por los agoreros no se haya consumado

Fotograma de 'El Decamerón', de Pier Paolo Pasolini.Everett Collection

1. Veinte-veinte

Nada me agradaría más en este Sillón de orejas —en el que pretendo reflejar algunas cuestiones que me suscita el año libresco que ahora termina— que limitarme únicamente a las buenas noticias, tal como pedía a sus oyentes la exuberante Pampinea, la primera de los diez narradores (siete mujeres y tres hombres: eso sí que es madurez de género) del Decamerón, en aquel locus amoenus en el que se habían refugiado para escapar de la pandemia del momento y entretenerse contando historias. Pero no sé si será posible. Nunca he sido muy partidario del ...

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1. Veinte-veinte

Nada me agradaría más en este Sillón de orejas —en el que pretendo reflejar algunas cuestiones que me suscita el año libresco que ahora termina— que limitarme únicamente a las buenas noticias, tal como pedía a sus oyentes la exuberante Pampinea, la primera de los diez narradores (siete mujeres y tres hombres: eso sí que es madurez de género) del Decamerón, en aquel locus amoenus en el que se habían refugiado para escapar de la pandemia del momento y entretenerse contando historias. Pero no sé si será posible. Nunca he sido muy partidario del evergetismo, esa antigua forma de “hacer el bien” que se resolvía creando una clientela de agradecidos y deudores, algo que sí se practica de vez en cuando en la crítica de la cultura, de modo que no esperen grandes aspavientos y positividades. Empezando por el llamado Ministerio de Cultura, esa institución semifantasmal que tan poco hace (o puede hacer) por su objeto, tan transferido como las aguas del Tajo. Lo único que se me ocurre decir de su demediado titular, cuyo nombre será escasamente recordado (un perfecto ejemplo de lo que se llama “perfil bajo”, nada que ver con lo que representa su cargo en Francia, por ejemplo), lo dice mucho mejor que yo el estupendo Mark Strand (1934-2014) en su poema en prosa ‘El ministro de Cultura consigue su deseo’, incluido en el libro Casi invisible (Visor, traducción de Julio Trujillo). Perdonen la cita, un poco larga: “El ministro de Cultura vuelve a casa después de un día ajetreado en la oficina. Se echa en la cama e intenta no pensar en nada, pero nada sucede o, más precisamente, no sucede nada”. Menos mal que el sector del libro, acostumbrado al ninguneo y a que las ayudas sean mezquinas o tarden en llegar, ha demostrado que no lo necesita tanto para seguir adelante.

2. Acontecimiento

Días de balances y de listas. Quien más, quien menos, todos —aquí y en Pekín— opinan sobre lo mejor que ha dado la cultura en el inolvidable año más olvidable, cuando la pandemia se ha convertido en ese transformador “hecho social total” (en el sentido que daba Marcel Mauss a la expresión en su Ensayo sobre el don, Katz, 2010), es decir, un acontecimiento externo que sacude no solo el conjunto de las relaciones sociales, sino a la totalidad de los individuos, instituciones, valores, aspiraciones. Después, ya nada será igual, dicen sociólogos y todólogos, menospreciando la sabiduría reaccionaria del Eclesiastés (1-9): “Lo que ha sucedido, vuelve a suceder, y lo que antes se ha hecho, es lo que se hará”. Y, sin embargo, entre las cenizas se encuentran aún las brasas: el comercio del libro no se ha hundido, por ejemplo, en casi ningún sitio (en EE UU, por ejemplo, las previsiones apuntan a un descenso en las ventas de tan solo el 1%). La capacidad de reinventarse de los libreros y la increíble colaboración de los lectores —que han comprendido que la librería es un centro cultural en cada comunidad, y se han tomado su supervivencia como prioridad— han hecho que la catástrofe pronosticada por los agoreros no se haya consumado. A falta de datos puestos al día, la defección de los lectores solo ha tenido lugar —y muy parcialmente— en las librerías del centro de las grandes ciudades. Es de desear que cuando caduquen los ERTE —esa forma particular de nacionalización de los salarios— la gente siga acudiendo a las librerías con la misma pasión que durante los meses de plomo y virus.

3. Metro

Pero no todas las respuestas tienen el mismo valor. Ahí tienen esa sorprendente muestra de enloquecimiento textual perpetrada por mi adorada Asociación de Editores de Madrid (AEM) en colaboración con Metro de Madrid, dos instituciones que se han conjurado para empapelar la estación de Ríos Rosas (incluidos pasillos) con el texto completo (dos millones de caracteres) de Fortunata y Jacinta. Está muy bien que se conmemore el centenario de la muerte de su autor, aunque resulten patéticos algunos puntos de su particular modo de empleo, como el de que la disposición y “puesta en pared” del grueso del texto, así como los pasajes destacados, propician “dos lecturas diferentes”: una pausada mientras llega el tren, y “otra rápida a través de los fogonazos que las citas permiten ver desde el vagón en marcha”. No se mareen, porfa.

4. Héroes

La pandemia nos ha permitido reconstruir nuestra panoplia de héroes. Aparte del amplio espectro de sanitarios, de ancianos sobrevivientes en las residencias, de los comerciantes de proximidad que no han bajado la persiana, de los hosteleros a media jornada, se hace necesario homenajear a los libreros. Y eso que no ha sido un buen año para la Cegal, la plataforma que agrupa a buena parte de los libreros de este país (por ahora). Además de tener que devolver con gran esfuerzo a Hacienda (los editores ya lo hicieron) el agujero financiero que les dejó la empresa de “formación” Editrain (algunos la llaman “Pufotrain”), que pasó por el sector del libro con la furia del peor de los tornados (su director, Jaime Brull, estuvo durante un tiempo muy arropado por algunos de los próceres de la edición, que no supieron parar a tiempo el desaguisado), los chicos y chicas de Cegal han tenido que asistir a la defección de muchos de los usuarios de su página todostuslibros.com. Y es que muchos de los libreros asociados no solo cobran los gastos de envío —algo razonable para quienes no tienen una distribución propia—, sino que también cargan al cliente unos absurdos “gastos de gestión”, lo que puede incrementar el precio total del pedido por encima de los ocho euros. De modo que o arreglan pronto ese extremo o Amazon no va a precisar de mejor caldo gordo.

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