PÁGINAS MARCADAS

Ladrar bajito

Walter de la Mare fue una figura de culto del que Thomas Hardy hablaba con devoción y los astutos surrealistas muy pronto se apropiaron, antes de olvidarlo en el fondo de su avaricioso saco

El poeta y novelista inglés Walter De La Mare, en un retrato de 1932.Hulton Deutsch (Hulton-Deutsch Collection (Corbis/Getty))

Persuasivo hasta la incomodidad, y esclavo de un deliberado pacto con “los invisibles” —trasgos, hadas, criaturas descaradas y parlanchinas que se esconden en los torrentes o se chamuscan el pubis dorado entre las brasas hasta dejarlo de un rojo coral—, el destino de este gran poema no ha quedado tan claro para muchos lectores apresurados. Walter de la Mare, después de escribir The Listeners en 1912, de algún modo, volvió a tentar a la suerte. Era ya una figura de culto, del que ...

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Persuasivo hasta la incomodidad, y esclavo de un deliberado pacto con “los invisibles” —trasgos, hadas, criaturas descaradas y parlanchinas que se esconden en los torrentes o se chamuscan el pubis dorado entre las brasas hasta dejarlo de un rojo coral—, el destino de este gran poema no ha quedado tan claro para muchos lectores apresurados. Walter de la Mare, después de escribir The Listeners en 1912, de algún modo, volvió a tentar a la suerte. Era ya una figura de culto, del que Thomas Hardy hablaba con devoción y los astutos surrealistas muy pronto se apropiaron, antes de olvidarlo en el fondo de su avaricioso saco.

Pero Walter seguía dando pocas pistas. Hubo, sin embargo, una excepción, cuando cayó presa de ese experto cazador de citas literarias que fue el guapísimo Frederic Prokosch. Bien criado, estudioso y nómada, hijo de un germanista y, en su juventud, jugador de tenis de cierto prestigio, Frederic, también escritor de viajes, pasará a la historia no tanto como un literato, sino como “el buitre con libretita”. En Voces, Memorias, la autobiografía que publicó Planeta en castellano en 1983, encontramos un extenso y bien escogido catálogo de sus conversaciones y citas mundanas, desde Lady Cunard hasta T.S. Elliot, pasando por un retrato miserable del pintor Giorgio de Chirico. Se ve que le debió de encontrar más machote que a sí mismo, y encima en plena Bienal de Venecia cuajada de celebridades.

Me excuso. Volvamos a lo nuestro, a Walter de la Mare. Habían pasado años desde que Los oyentes desataron la pasión por una poesía inquietante, limpia y al mismo tiempo ajena a las modas. Esta segunda vez se trataba de establecer una contrafigura urbana y doliente con Miss M, en una novela ciertamente descorazonadora, titulada Memorias de una enana, escrita o soñada muchos años después, en 1921. Fijaos en las fechas, en ese trueque de las dos cifras finales, que confiere a todo el asunto un halo de juego macabro, pero en definitiva gentil. Yo leí primero, en una edición de Siruela de 1988, en su colección El Ojo Sin Párpado, esta ficción (¿?) sobre una damita victoriana adoptada por una gran casa, no mucho más diminuta que la propia reina Victoria, y nunca me atreví a retomarla. Recordé a aquellos oyentes y ya nunca he podido dejar de topármelos en circunstancias no particularmente misteriosas.

Relataré mi encuentro con uno de ellos, no sin antes admitir lo que el propio De la Mare decía acerca de sus criaturas: “Soy ya demasiado viejo para inquietarme por esas cosas. Cuando uno se da cuenta de que son pocos los años que le quedan y cuando el panorama se oscurece, uno debe acordar su comportamiento con sus energías. Debe regresar al mundo de lo maravilloso. Dejo el mundo de los dogmas para los jóvenes, los enérgicos, los agitados. En lo tocante a quienes escuchan, le diré que me pasé toda la noche en vela, pensando en su significado, y al fin concluí que no eran trasgos, ni emanaciones. Éramos nosotros mismos. Eran la faceta más oscura y disidente de nuestra alma. Eran, para decirlo más directamente, la esencia de la atención. Eran los oídos entre las hojas, los oídos entre las peñas. Eran los oídos situados en lo profundo de nuestro ser, que escuchan todo lo que decimos, y tenemos el DEBER de andar con mucho cuidado, cada vez con más cuidado a medida que envejecemos, porque queda ya muy poco tiempo para hacer las paces con lo innombrable”.

Yo misma no quisiera, a estas alturas, desperdiciar mi tiempo y el de los que habéis llegado hasta aquí. La cosa parecía simple, incluso tonta, pero… Estábamos sentadas muy juntas mi perrita Kénia, una podenca italiana adoptada de tres años y apenas seis kilos, que acababa de traerme de un refugio para animales abandonados. Los cazadores, al juzgarla poco fuerte para ese impío entretenimiento, la colgaron de un árbol en Sagunto, provincia de Valencia. La llamé Kénia por su pelaje suave, color arena sombreada, y sus manchas blancas entre los dos ojos color avellana, que reaparecían en su pecho, su cuello, la punta del rabo y las patitas. Parece pintada. Siempre se sienta encima del mugriento banco del jardín a la misma altura que yo, cabeza junto a cabeza. Lugar solitario, agreste, abandonado. Pero una tarde, detrás de nosotras, casi ocultos, pude leer los carteles de las flores que alguna vez crecieron, parlotearon y murieron allí, demasiado temprano. Eran, como suele ocurrir, nombres propios de personajes de Shakespeare. The Fairy Rose, Lucinda, Briseida, Arañitas de duende. Todas desaparecidas o marchitas.

De pronto, una anciana mofletuda, apenas vestida con un blusón ligero y sandalias —¡caray, era febrero!—, se nos quedó mirando asombrada y dijo muy bajito, pero con un dedo inquisitivo apuntándonos: “¡Huy, pero si sois hermanas!”. Se evaporó sin más. Sentimos su calor. Nos olisqueamos. Y eso nos entretuvo un rato. Yo iba con un jersey de cuello alto blanco y un tabardo color canela; llevo el pelo cano y corto. Cromáticamente, sí, éramos hermanas, pero ni la mujer volvió a aparecer jamás, ni yo lo he comprendido hasta releer a Walter de la Mare. Existe un hada en el secarral más infeliz de la tierra. Ahora ha dejado de ser mísero, porque, a veces, la oímos. Quiero decir, nos oímos a nosotras mismas. Yo escucho hablar a mi perra en un inglés isabelino. Y, por mi parte, he tomado la costumbre de ladrarle bajito.

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