El vicepresidente es el villano
Las películas y series de ficción nos han acostumbrado a ver al segundo del presidente como un tipo ambicioso, deshonesto, adúltero, mentiroso, traidor, ultrafascista o estúpido
Uno de los personajes más recurrentes del actual cine de Hollywood —que sigue siendo el más influyente centro de entretenimiento y difusión de ideología del imperio— es el del vicepresidente como figura poco de fiar. Las películas y series de ficción nos han acostumbrado a verlo como un tipo (o tipa, aunque todavía son pocas las mujeres que han accedido al puesto) ambicioso, deshonesto, adúltero, mentiroso, traidor, ultrafascista o estúpido, y cuya mayor aspiración, como le ocurría al visir ...
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1. Ya llegan
Uno de los personajes más recurrentes del actual cine de Hollywood —que sigue siendo el más influyente centro de entretenimiento y difusión de ideología del imperio— es el del vicepresidente como figura poco de fiar. Las películas y series de ficción nos han acostumbrado a verlo como un tipo (o tipa, aunque todavía son pocas las mujeres que han accedido al puesto) ambicioso, deshonesto, adúltero, mentiroso, traidor, ultrafascista o estúpido, y cuya mayor aspiración, como le ocurría al visir Iznogud del cómic homónimo de Goscinny y Tabary (1962), es “convertirse en califa en vez del califa”. Piensen en modelos señeros en su género como los nefarios Francis Underwood (Kevin Spacey) y su esposa Claire (Robin Wright) de House of Cards, la serie millonaria, quienes lo fueron antes de acceder a la presidencia. Pero no son los únicos: ahí tienen, por citar otros ejemplos recientes, al vicepresidente Martin Kirby (Tim Blake Nelson), implicado en una superconspiración internacional, con drones y todo, para asesinar al presidente y hacerse con el poder en la horrenda (pero taquillera) Objetivo: Washington DC, de Ric Roman Waugh (2019); o el estúpido vicepresidente Raymond Becker (Kenneth Welsh), reacio a tomar medidas contra la amenazante catástrofe medioambiental en El día de mañana (Roland Emmerich, 2004). Pero, sin duda, el más terrible, maquiavélico y siniestro de todos los vicepresidentes de película es uno la mar de real: Dick Cheney, protagonista absoluto de El vicio del poder (Adam McKay, 2018), muy bien interpretado por Christian Bale. Cheney, un mediocre burócrata que había recorrido previamente buena parte de los escalones de la Administración estatal y federal, se convirtió, con la ayuda de su ambiciosa esposa, Lynne (Amy Adams en la película), en el vicepresidente más poderoso de la historia de Estados Unidos durante todo el mandato (2001-2009) del mediocre e incapaz George W. Bush, de quien llegó a convertirse en auténtico valido. Los Cheney, una pareja de raigambre macbethiana, aunque desprovista de grandeza trágica, fueron el verdadero cerebro detrás de las respuestas estadounidenses al 11 de septiembre (invasión de Afganistán, guerra contra el terrorismo, guerra de Irak), o a la brutal crisis económica de aquellos años. Además, en un lugar destacado del currículo de Cheney deben figurar, entre otras cosas, el haber justificado y propiciado las enhanced interrogation techniques, eufemismo utilizado para designar las torturas a los prisioneros (Guantánamo, Abu Ghraib), o sus nunca del todo aclaradas relaciones con la compañía Halliburton (de la que había sido consejero delegado) para “reconstruir” el Irak hecho trizas: en fin, que el vice —que es el polisémico título original de la película— fue una auténtica joya cuya imagen podría utilizarse para aterrorizar a los niños en Halloween. Por lo demás, la próxima semana sabremos quién es el próximo vicepresidente (va en el paquete presidencial, como running mate): si el super-reaccionario señor Pence (nacido en 1959) o la señora Harris (1962), que, al menos, parece haber entendido que la sociedad estadounidense ha llegado al siglo XXI. No es que yo le desee ningún mal a su jefe Biden, pero si por alguna razón tuviera que dejar la vicepresidencia (en total, ocho de sus antecesores han llegado a la presidencia por muerte o asesinato del titular, y uno más por dimisión), quizás Kemala acabara con el mito de la villanía vicepresidencial. Al menos en lo que se refiere a aquellas tierras.
2. Preguntas
A lo peor me la gano formulándolas, pero siento que debo hacerlo. He leído que en la convocatoria de los jurados para algunos de los premios nacionales que concede cada año el ministerio, y cuyos titulares son propuestos por diversas organizaciones profesionales, figuran instituciones como el Centro de Estudios de Género de la UNED o el Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense. Entiendo perfectamente que con nuestra milenaria tradición falocrática, y la consiguiente y apabullante presencia de varones en los jurados, pudieran ser necesarias, para compensar, las políticas de discriminación positiva. Pero ¿todavía lo siguen siendo?; ¿no sería mejor que las instituciones profesionales (de traductores, escritores, academias de las distintas lenguas, universidades) o el propio ministerio vigilaran para que no se produjeran flagrantes descompensaciones de género?; ¿o es que todavía no se confía suficientemente en la preparación, gusto y sensibilidad feminista de las mujeres que ejercen la crítica en cada campo o institución? Tal como se lee en la convocatoria, la presencia de dichas instituciones en los jurados me recuerda en cierto modo la de los delegados gubernativos (normalmente policías) en los espectáculos taurinos.
3. Poetas
Estupendos poemarios compuestos por mujeres entre las novedades. Entre lo mejor que he podido leer a lo largo de este “presente largo y sobrecogedor engendrado por la pandemia” (en palabras de Richard Ford), destaco Confía en la gracia (Tusquets), de mi admirada Olvido García Valdés, un libro exquisito, elegante y de rara intensidad (en las antípodas, en mi opinión, del histriónico exhibicionismo, ya desde la foto de cubierta, de Tempestad en víspera de viernes, de la sevillana Lara Moreno, en Lumen). Otros libros de poemas importantes son Ariel (Nórdica), de Sylvia Plath, en excelente traducción de Jordi Doce (textos en inglés al final del volumen); y, recuperado ahora tras su publicación durante el primer confinamiento, Canción negra, de Wislawa Szymborska (también en Nórdica, con traducción de Abel Muñoz Rovira e ilustraciones de Kike de la Rubia), que recoge poemas primerizos (1944-1948) de la gran poeta polaca; por último, Grinda y Mórdomo (Abada) nos devuelve, arropada en esta ocasión en sendas geografías mínimas (una isla sueca y una peña gallega), la peculiar e imaginativa escritura poética de Julia Piera.