La democracia frente a una extraña asimetría
América vive un movimiento insólito, pero cada vez más frecuente: mientras la derecha entra en trance de radicalización, la izquierda busca el centro para contestarle
“No puedo creer cómo alguien puede votar a esa gente”, confesó hace 15 días la presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, en The New York Times. “Esa gente” son, como es obvio, los republicanos, que están en condiciones de reemplazarle si, como vaticina la mayoría de las encuestas, ganan las elecciones legislativas de este martes. Pelosi repitió el llamado que su partido levanta como bandera en estos comicios: hay que salvar la democracia. Siete de cada 10 votantes republicanos admiran a Donald Trump. Esa adhesión se sigue sosteniendo a pesar de la ba...
“No puedo creer cómo alguien puede votar a esa gente”, confesó hace 15 días la presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, en The New York Times. “Esa gente” son, como es obvio, los republicanos, que están en condiciones de reemplazarle si, como vaticina la mayoría de las encuestas, ganan las elecciones legislativas de este martes. Pelosi repitió el llamado que su partido levanta como bandera en estos comicios: hay que salvar la democracia. Siete de cada 10 votantes republicanos admiran a Donald Trump. Esa adhesión se sigue sosteniendo a pesar de la barbarie del ataque al Capitolio.
Casi todos dan crédito a la denuncia de que en 2020 fue víctima de un fraude.
Pelosi reitera, con su alarma, un argumento de alcance internacional. La campaña electoral de Lula da Silva, en Brasil, se desarrolló bajo la misma consigna: hay que proteger a la democracia del avance de una derecha fascistoide. En ese caso, la de Jair Bolsonaro. Sobre la base de ese concepto se sostuvo la asociación de Lula con su vice, Geraldo Alckmin, un militante de la socialdemocracia de Fernando Henrique Cardoso. Era la fuerza que, por décadas, rivalizó con el Partido de los Trabajadores del nuevo presidente. Sin embargo, para la segunda vuelta, sus líderes llamaron a votar por la democracia, es decir, a votar por Lula.
En la Argentina, donde habrá elecciones presidenciales en octubre próximo, comienza a insinuarse un discurso parecido. Cristina Kirchner acaba de proponer reconstituir el pacto democrático en el que se sostuvo la salida de la tenebrosa dictadura militar, en 1983. La vicepresidenta no pierde la oportunidad de sorprender: muchísimos argentinos le reprochan haber ejercido el poder con criterios muy ajenos al pluralismo. Ella propuso ese regreso a los orígenes en un contexto caracterizado por el ascenso de Javier Milei, un diputado de ultraderecha que se mira en el espejo de Bolsonaro. El avance de Milei en los sondeos de opinión condiciona a un sector de Juntos por el Cambio, la principal oposición al kirchnerismo: es la franja liderada por el expresidente Mauricio Macri, que va radicalizando sus propuestas desde el centro a la derecha.
Esta dinámica, que se verifica en numerosas sociedades occidentales, está cambiando la configuración del escenario. El endurecimiento del discurso conservador, que adquiere los rasgos de un populismo basado en la exclusión, está inspirando una discusión sobre la calidad de la democracia. En ese debate, muchas fuerzas de izquierda buscan aliados en actores más moderados. La polarización habitual se modificó. Ahora es asimétrica. Ya no es una contradicción entre dos extremos, sino entre una derecha que camina hacia el borde y una izquierda que tiende al centro.
Sería un error atribuir esta alteración en el juego político-electoral a preocupaciones cívicas o a la mera mecánica del marketing. Operan con más fuerza las razones económicas. América Latina asiste al hundimiento de la receta populista. La expresión más notoria del naufragio se registra allí donde esa receta se había abrazado con más euforia: Venezuela. Para beneficio de unos pocos y penuria de la mayoría, la economía venezolana se ha, de hecho, dolarizado. Los salarios han sufrido un dramático deterioro. Un empleado del sector público gana, promedio, 20 dólares por mes.
La nueva ola de la izquierda viene con un nuevo estilo. El giro hacia el centro se produce también en el gobierno de la vida material. Lula se está sumando en estos días a una tendencia más extendida. Él todavía no reveló el nombre de quien será su ministro de Hacienda. Pero existe un consenso muy amplio acerca de que mantendrá al presidente del Banco Central, Roberto Campos, un economista procedente del mercado financiero: trabajó durante 20 años en el Banco de Santander. Designado por Bolsonaro, Campos tiene mandato hasta el año 2014. De verificarse, como muchos analistas suponen que sucederá, la continuidad de Campos es una señal muy poderosa de la orientación de este tercer período del líder del PT. Campos es un profesional ortodoxo, que enfrentó la inflación muy temprano con una política monetaria restrictiva. En marzo de 2021 comenzó a llevar la tasa de interés de referencia desde 2% hasta el 13,75% de la actualidad. A esa estrategia se atribuye la constante desaceleración de los precios: en julio fue del 0,6%, en agosto del 0.3% y en septiembre del 0,29%. Las principales consultoras del país pronostican para este año una inflación del 5,62%.
En Colombia sucede algo parecido, aunque con menos éxito. La izquierda encarnada en Gustavo Petro debe lidiar con una escalada inflacionaria, que entre enero y septiembre fue de 10,08%, combinada con una devaluación de la moneda frente al dólar, que subió de precio un 22% en un año. Son señales de incertidumbre que la autoridad monetaria, el Banco de la República, que goza de total independencia, intenta conjurar ajustando la tasa de interés. Aun siendo un economista menos ortodoxo que el brasileño Campos, el ministro José Antonio Ocampo formuló declaraciones públicas en defensa de una política fiscal rigurosa y desmintiendo también que se fueran a suspender los contratos de explotación petrolera, como Petro había prometido durante la campaña electoral.
En el Chile de Gabriel Boric se interpreta una música parecida. El ministro de Hacienda, Mario Marcel, prometió ante el Congreso que 2022 cerrará con superávit fiscal. Marcel se ufanó de llevar el balance fiscal de un déficit de 10,7% del PBI en 2021, condicionado por los gastos de la pandemia, a un superávit del 0,9% este año, un récord que, según dijo, no se recuerda desde 2007. Las decisiones políticas del ministro hacen juego con estas preocupaciones económicas. La semana pasada postuló a Nicolás Eyzaguirre para la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo, que quedó vacante por la remoción de Mauricio Claver-Carone. Eyzaguirre fue ministro de Hacienda de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, y se desempeñó también como funcionario del Fondo Monetario Internacional.
En la Argentina, Cristina Kirchner debe hacer contorsiones. Pretende expresar a una base electoral que la aprecia por el recuerdo de los gobiernos que fueron de 2007 a 2015, signados por un distribucionismo irrefrenable. Al mismo tiempo, debe respaldar el ajuste monetario y fiscal que el presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Sergio Massa, se comprometieron a realizar con el Fondo Monetario Internacional. Fernández y Massa forman parte de un gobierno diseñado y sostenido por ella.
La búsqueda de gobernabilidad es otro factor que obliga a evitar la intransigencia. En Brasil, en Chile, en Colombia, por citar solo tres ejemplos, los presidentes deben administrar el país con un Congreso adverso. Para no caer hay que buscar acuerdos. Si se quiere, frustrar a los propios votantes para contentar en algo a los ajenos. Es posible que Biden inaugure esa experiencia a partir de mañana. Se integrará a un movimiento extraño, pero cada día más frecuente: una derecha en trance de radicalización y una izquierda que, para contestarle, busca el centro.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región