Carniceros argentinos, una tradición que sobrevive al supermercado
El país del asado no se rinde ante el consumo de masas y mantiene vivo un oficio centenario
“Perdonen si me entusiasmo”, dice Hernán Méndez, 50 años, dueño de la carnicería Piaf. Cuchillo en mano, marca sobre la media res que cuelga junto a las heladeras el costillar, la nalga, el lomo, la tapa de asado. Por ahí dentro está “el secreto”, un corte de su autoría que, dice, es la estrella de su comercio. Méndez estudió para maestro de escuela y es probable que le hubiese ido muy bien: tiene una inocultable capacidad pedagógica y se apasiona al punto de pedir disculpas. Pero cuando su padre heredó la carnicería minúscula de la que era cajero, Méndez dejó todo y se pasó a la carne. Hoy es...
“Perdonen si me entusiasmo”, dice Hernán Méndez, 50 años, dueño de la carnicería Piaf. Cuchillo en mano, marca sobre la media res que cuelga junto a las heladeras el costillar, la nalga, el lomo, la tapa de asado. Por ahí dentro está “el secreto”, un corte de su autoría que, dice, es la estrella de su comercio. Méndez estudió para maestro de escuela y es probable que le hubiese ido muy bien: tiene una inocultable capacidad pedagógica y se apasiona al punto de pedir disculpas. Pero cuando su padre heredó la carnicería minúscula de la que era cajero, Méndez dejó todo y se pasó a la carne. Hoy es uno de los más de 5.000 carniceros que hay en la ciudad de Buenos Aires, herederos de una tradición que se transmite de boca en boca. Hubo un tiempo en que el oficio estuvo amenazado por la venta de carne envasada en supermercados. Pero David, una vez más, venció a Goliat.
En Argentina hay unos 50 millones de cabezas de ganado. Y el 90% de la faena se destina al mercado interno. Los argentinos comieron en 2021 unos 46 kilos de carne vacuna por persona, solo comparable con sus primos los uruguayos. La cifra está lejos de los 98 kilos de 1958, cuando inicia la estadística del Instituto para la Promoción de la Carne Vacuna (IPCVA), pero multiplica de todas formas los 6,5 kilos del promedio mundial. El 75% de toda esa enorme cantidad de proteínas se vende en los comercios de barrio. “Hoy estamos peleando por poner en valor el oficio, que involucra un saber. Era algo que teníamos y no vimos”, dice Méndez.
La carne argentina es una combinación virtuosa de las razas desarrolladas hace 150 años en el Reino Unido, sobre todo Hereford y Aberdeen Angus, y los beneficios de la pampa húmeda: clima templado, pasturas de primera y agua potable a raudales. La abundancia creó una cultura del consumo de carne, donde frente a cada parrilla hay un argentino experto. El chamán detrás del rito del asado es el carnicero.
Hoy se mezclan aquellos de siempre, dueños de pequeños comercios heredados de padres y abuelos con una generación más joven que busca revalorizar el oficio con piezas gourmet. El epicentro de esta renovación es Palermo, donde decenas de restaurantes de autor conviven con locales de ropa de diseño, cervecerías artesanales, bicicleterías y librerías. Ariel Agomaniz abrió allí hace nueve años la carnicería Amic, amigo en catalán, para recordar su paso por Barcelona. Tienen 42 años, barba hípster, gorra y un tatuaje en su antebrazo derecho que dice “To beef or not to beef” (bife o no bife, en inglés). “La gente volvió a la carnicería”, asegura, “porque quiere ver, saber qué se lleva, le gusta hablar con el carnicero. Si le ponés solo carne envasada siente que se pierde algo”.
Agomaniz toma una copa de vino junto a la barra de La Carnicería, una parrilla que en la noche del jueves juntó a cuatro carniceros en un homenaje al oficio. Allí estuvieron Méndez y Victoria Vago, una politóloga que dejó todo por el cuchillo y las reses. Y también Carlos “Nucho” Príncipe, un oráculo que lleva 60 años detrás del mostrador de su local en el centenario mercado El Progreso, ubicado en Caballito, un barrio elegido por la típica clase media argentina.
Nucho heredó la carnicería que su abuelo fundó en 1935. Con 73 años, ahora la ha pasado a sus dos hijos. “Yo no le cobro a mis clientes”, dice, “le cobro la mano de obra, porque la carne va gratis”, y se ríe. “La carne llega a las 4.00 de la mañana al mercado y tenés que estar ahí recibiéndola. Y te quedás hasta las 9.00 de la noche. O esto lo amás o no lo hacés”, advierte. “Yo me dediqué con pasión, como se dedica Messi a la pelota o Nadal a la raqueta”. Nucho es el maestro de la noche. “Comestible como la carne no hay. Con el pescado y el pollo, te aburrís. En cambio, la carne todos los días te da sorpresas. Y en todo eso el carnicero tiene que estar, hablar, escuchar los problemas del cliente y convertirse en un asesor”, dice.
Detrás del restaurante La Carnicería están los chef Germán Sitz y Pedro Peña. Sitz cría su propio ganado en La Pampa y lleva la carne hasta la parrilla sin intermediarios. Y destaca el esfuerzo del carnicero argentino por utilizar la res completa, en un ejercicio de trozado que exige años de aprendizaje con el cuchillo en mano. “En Estados Unidos, por ejemplo, se usan unos pocos cortes, como el costillar, y el resto se pica para hamburguesas. Acá se aprovecha todo, sin molerla”, explica. Ernesto Jáuregui es ingeniero Agrónomo y administra la hacienda de la familia Sitz. La calidad de la carne argentina, dice, está en la cría a campo abierto, donde los animales engordan a pasto. El alimento de corral “se usa solo entre los 30 y los 90 días finales para homogenizar la hacienda”. “La carne es tierna, porque la alimentación a pastura hace que no se acelere el crecimiento, que dura unos 22 meses, contra los 15 meses de otros países”, explica.
Los cortes más comunes de la mesa argentina son los de gran volumen, una opción de sentido común. Méndez, de Piaf, explica que “un gastronómico sabe que de una nalga salen 30 milanesas y no necesita un Excell para organizarse”. Pero los carniceros de nueva generación pretenden “salir de esa restricción para presentar cortes que por un tema comercial no convienen, pero están cargados de contenido”. Y pone un ejemplo: “De un animal de 500 kilos saco un corte llamado arañita que pesa 150 gramos. Si pones arañita en tu carta tenés que matar a todas las vacas del pueblo para completarla”, ejemplifica.
La crisis económica y los cambios culturales han reducido el consumo de carne. Pero las tradiciones son más fuertes que el bolsillo, como destaca Nucho, el oráculo del barrio de Caballito: “La carne seguirá existiendo. Lo normal es comer 200 gramos por persona, y acá se calcula medio kilo y al final se compra un kilo. Cuatro personas te ponen un costillar entero a la parrilla. Esa es la magia argentina”.
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